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Full text of "Gervasio Guillot Muñoz - La conversación de Carlos Reyles"

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LA COIMVERSACIOIM DE 


CARLOS 

REYLES 

GERVASIO 
GUILLOT 
M G IM O Z 


^RC/I / ensayo 
y testimonio 



LA 

CONVERSACION DE 
CARLOS REYLES 




GERVASIO 

GUILLOT 

MUÑOZ 


LA 

CONVERSACION 

DE 

CARLOS 

REYLES 

Prólogo de Dosé Pedro Día; 


COLECCION: 
ENSAYO Y 
TESTIMONIO 


ARCA/Montevideo 



Copyright by; Editorial Arca 
Arquímedes 1187, Montevideo 
Queda hecho ei depósito que marca la ley. 
Printed in Uruguay. Impreso en el Uruguay. 



Prologo 


Este libro, que constituye uno de los más jugosos y 
precisos documentos que poseemos sobre Carlos Keyles, es 
también, de manera indirecta y sobria, uno de los más exac- 
tos testimonios que nos quedan sobre la personalidad de 
su autor. 

Cuando lo leimos por primera vez, hace ya algunos años, 
atendíamos sólo a la figura de Carlos Reyles que allí que- 
daba en pie; el autor, Gervasio Guillot Muñoz, era nuestro 
amigo, reconocíamos simplemente su presencia en el tono 
de su texto, que nos era familiar, pero no fijábamos nues- 
tra atención en ello. Ahora, cuando sólo nos queda el libro 
y lo releemos a mayor distancia, el cuadro que nos ofrece 
se nos hace mucho más rico, porque esa figura de Reyles 
que nos evoca aparece, por lo pronto, acompañada, y ade- 
más rodeada por el cálido aire de época que el autor fijó 
de manera lúcida y eficaz. 

Son dos. ahora, las figuras que se hacen intensamente 
presentes para el lector; la del mismo Carlos Reyles, enérgi- 
co, seguro, ágil y combativo, al que oímos hablar mientras 
anda nervioso por una habitación un poco fantasmal en 
la que además de su silueta sólo se vislumbran a veces, en 
la penumbra, los lomos de algunos libros en ediciones de 
Gallimard o de la Revista de Occidente; mientras anda ha- 
ce restallar afirmaciones rotundas y paradógicas, aventurán- 
dose hasta el borde, y a veces más allá, del caprichoso atre- 


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vimíento intelectual; pensando y hablando como quien hace 
esgrima y decide su golpe por un movimiento de su decisión 
o por una demora de su adversario antes que por una ne- 
cesidad de la razón, y habitando todavía en parte un ilusorio 
reino de pionero rural, de gran señor de campos y de ha- 
ciendas que sólo conserva en sus recuerdos, como conserva 
el esplendor dorado de algunas brillantes temporadas de 
Niza, Andalucía o París. Pero frente a él, y un poco de 
lado, atenta, vigilante, exacta, está, como en sordina, la pre- 
sencia de Gervasio Guillot Muñoz. No se describe, no sub- 
raya su propia presencia por ningún gesto ostensible, pero 
aun en su silencio se define de modo contrastante, como la 
sombra del fotógrafo que cae en medio de las figuras que 
quiere fijar. Esta imagen no sólo está presente como lo está 
siempre la del autor de un libro, implícita, sino que vive, 
además, como protagonista de ese mismo libro, como activo 
testigo, digamos mejor que como discreto deuteragonista 
que intervino en esas escenas que evoca y que su nítida me- 
moria —ayudada sin duda por el hábito de anotar con opor- 
tunidad las frases escuchadas y las reflexiones que le moti- 
varon—, guardó con precisión para nosotros. 

Su modalidad personal y sus virtudes intelectuales se 
hacen aquí evidentes: son su escrupuloso deseo de precisión, 
su voluntad de deslindar y precisar ideas y valores y de re- 
conocer su genealogía, su claridad para situarse adecuada- 
mente en el campo de la historia de las ideas sin descuidar 
la importancia de sus cz)ndicionantes generales; pero, tam- 
bién, su gozoso reconocimiento de los valores de lo indivi- 
dual y de su deleite por reconocer y comunicar el exacto 
matiz de un aspecto de una personalidad o de un detalle 
dentro de un cuadro de color local. 


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Esa figura lateral y acaso un poco borrosa del cuadro 
—que no por borrosa es menos evidente— es la que está 
ofreciendo las pautas para medir la riqueza, la gallardía, 
la exactitud o el desafuero de los gestos del protagonista: 
por eso no es sólo un retrato de Reyles lo que aquí se ofre- 
ce, es también un juicio, un juicio hecho con admiración y 
con humana simpatía, pero con la severidad, con la lucidez 
intelectual y la devoción por la razón de alguien en quien 
se advierte una formación cultural que viene en la línea de 
Descartes y de los Enciclopedistas. 

Pero además, este pequeño libro es también un fino 
testimonio de época. Los libros que se citan y las ideas que 
se discuten están situados en el ámbito de cultura europea, 
predominantemente francesa, que constituyó el gran aporte 
nutricio de esos años. Durante la década del 20 Gervasio 
Guillot Muñoz había publicado sus primeros libros: Lau- 
tréamont et Laforgue, escrito en francés, en colaboración 
con su hermano Alvaro, en 1925, y el libro de poemas Mi- 
sainé sur Vestuaire (1926) . Sus trabajos literarios aparecían 
en la revista que fundara con su hermano y con Alberto 
Lasplaces en 1925, La Cruz del Sur y que constituyó, con 
La Pluma, uno de los dos núcleos culturales más importan- 
tes de la generación del centenario. Por su parte, el propio 
Reyles había vivido largas temporadas en París y le era 
familiar la cultura francesa. Todo ello proporciona el con- 
texto cultural natural de estas “conversaciones”. En ellas se 
pone en evidencia un gusto estético muy afinado, que no 
impide una lúcida preocupación por la hora histórica que 
se vivía; aunque quienes conversan tienen a menudo posi- 
ciones muy diferentes ante los hechos, ambos están unidos 
por el deseo de comprenderlos plenamente. El autor señala. 


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al principio de su trabajo, que conoció a Reyles en 1929 y 
lo trató hasta 1933. Son los años de la crisis, y las conve* 
saciones giran a menudo en tomo de los grandes temas del 
momento: la vida de los partidos políticos en el Uruguay, 
las figuras de Mussolini o de Primo de Rivera, el porvenir 
de la “era industrial” ... Lo que el autor calló es la razón 
por la que dejó de tratar a Reyles en 1933: en aquella fecha, 
y con motivo del golpe de estado de Terra, Gervasio Guillot 
Muñoz vivió desterrado en Buenos Aires y no retomó a 
Montevideo hasta 1942. Durante ese lapso hizo un viaje a 
Europa como delegado de los comités de ayuda a los refu- 
giados españoles en Francia y retornó cuando la guerra ya 
había estallado, en el último barco que partió de Le Havre 
con destino al Río de la Plata. Entre tanto, en 1938, Reyles 
había muerto. 

Ese viaje cerró un ciclo de su vida y abrió otro. A su 
vuelta fue profesor de Historia y de Literatura y luego Ca- 
tedrático de Literatura Francesa en la Facultad de Humani- 
dades y Ciencias. Fmtos de este período son sus estudios 
sobre Proust y este mismo trabajo sobre Reyles que hoy 
damos en su segunda edición. Trabajaba también —y el 
material que dejó al morir, en 1956, debe ser aún ordenado 
y revisado— en un libro que recogería su testimonio de los 
diferentes cenáculos que había conocido. 

José Pedro Díaz 


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Ck>nod a Carlos Reyles a fines de diciembre de 1929, 
en Montevideo, y lo frecuenté hasta comienzos de 1933. Lo 
oí conversar muchas veces (casi siempre exponer, algunas 
veces dialogar y discutir) . 

El presente trabajo se propone ser un testimonio. En 
él me he esforzado por llegar a la mayor aproximación po- 
sible de esa conversación; he recogido las ideas y palabras 
del escritor a veces textualmente, otras en forma sintética, 
pero sin vulnerar un ápice la fidelidad. 

Espero que este trabajo contribuya a hacer conocer 
mejor a Reyles, ya que lo presenta en su aspecto cotidiano, 
en su ideología al desnudo, acaso en sus intenciones y pro- 
yectos y aun en su pensamiento inédito. 


En un primer encuentro es poco probable que Reyles 
se revele como maestro en el arte de la conversación. Su pa- 
labra parece opaca, algo vacilante, inexpresiva y hasta pro- 
pensa a la trivialidad. Pero si el tema le interesa (la pintu- 
ra impresionista, o la esgrima, o la poesía gauchesca) , y más 
aún si lo apasiona (la corrida de toros, o la discusión esté- 
tica sobre la novela, o el conceptismo de Gracián, o la copla 
andaluza) , Reyles se muestra de inmediato como el diserto 
más agudo y perfilado que se pueda encontrar . 

Él es capaz, entonces, de administrar bien la poca voz 
de que dispone, y sabe modelar el tema, extenderlo con dis- 
creción, ubicar sutilmente sus ideas (si se trata de una expo- 


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sición teórica) , darles brillo y “largo alcance”; arquearlas 
con flexibilidad y una elegancia un poco altanera (muy de 
Reyles) y terminarlas en un estilo cortante, casi aforístico. 

Pero, sobre todo, tiene el don narrativo, el colorido y la 
riqueza verbal, el matizado en la fonación y en la frase, 
el brío para subrayar la intensidad de una escena (la caída 
de un picador contra un burladero de la plaza o la copla 
de un “cantaor” sonámbulo en la calle de las Sierpes) ; sa- 
be comunicar, en sottovoce, la desventura de un ser huma- 
no acosado y ultrajado (una gitana en el suelo cerca de la 
mezquita de Córdoba) ; poner el acento donde el relato 
culmina (una riña con arma blanca al borde de una can- 
tera abandonada) . Posee la rapidez de captación del rasgo 
que va a dar toda la intensidad a un personaje (el matrero 
que toma agua de una cañada antes de desaparecer en la 
Sierra de Tambores) . 

Tiene, además, una sabiduría para hacer pausas y re- 
currir al gesto, a la extraordinaria expresividad de sus ma- 
nos (cuando analiza la dinámica del toro, su embestida, su 
corpulencia, su celeridad) . Variando su gesto, como si con 
sus dedos pudiera percibir y detener los imponderables, se 
deleita en glosar un retruécano quevediano o una frase de 
El Discreto o Le Cantique des Colorines, de Valéry. 

Reyles es un conversador de pequeño círculo, sin nin- 
guna condición para descollar en una vasta asamblea. 

En la conversación, cuando el auditorio es propicio, 
expone ensayos que son revisión de premisas deontológicas 
(tema muy de su gusto), esbozos de cuentos, glosas sobre 
estética y expresión plástica, esquemas de diálogos filosó- 
ficos, donde estudia la pugna de las ideologías de principios 
de siglo. 

Los rasgos cardinales del pensamiento y del estilo de 
Reyles aparecen a menudo con una claridad más irradiante 


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y hasta (si tiene que atacar la hipocresía, por ejemplo) con 
una dignidad más luminosa que en sus propios escritos. 
Había momentos en que el espíritu de Reyles parecía vivir 
en continuo devenir, en una ardua aventura de comproba- 
ciones conceptuales, en una búsqueda ardiente de solucio- 
nes concretas sobre la base de la sinceridad para consigo 
mismo y la autenticidad, en una inquietud enaltecedora 
(cuando fustiga la farsa de los apóstoles venales y de los 
espiritualistas impostores) . 

Toda esa discusión y revisión de conceptos, toda esa 
abundancia narrativa, daban al auditorio la idea de que 
Reyles mantenía intacto o acaso más pujante su poder de 
creación. 

Su desvelo por desintegrar los ingredientes de la moral 
basada en el renunciamiento a los deleites del mundo; su 
desprecio por una forma de la contemplación que oculta 
una cobardía; sus esparcimientos meditativos que lo llevan 
a maldecir al puritanismo y al ascetismo; su manera de en- 
sanchar los horizontes de cada conocimiento firme (por 
ejemplo, la dialéctica de Heráclito o la cultura mudéjar) 
y de ordenar los datos de los problemas que estudia y plan- 
tea con tanta vehemencia como originalidad (le interesa 
mucho el tema de la epistemología) , todo ello parece ser 
manifestaciones de un espíritu erguido y de una inteligen- 
cia alerta como un puesto de observación. 

Desde una altura estratégica que le permite abarcar 
holgadamente las sinuosas postrimerías del siglo XIX y 
el comienzo del XX, sondea la lejanía del espacio, de donde 
(en medio de un fárrago de construcciones heteróclitas) 
emergía la cosmópolis expresada en la Exposición Univer- 
sal de París en 1900; escruta la vida de las ciudades, con 
su dinámica, sus emporios y su densidad. Él tiene una sen- 
sibilidad muy aguda y ramificada que le permite percibir 


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los cambios en los climas culturales de Europa (señala con 
acierto la trayectoria que se extiende desde la novela natu- 
ralista hasta Wilde y Jules Romains, o la curva de la filo- 
sofía desde Bergson hasta Benedetto Croce y Keyserling) 
y vibrar con las obras que le aportan alguna confirmación 
de su vitalismo hedonístico. Posee una antena flexible que 
le permite captar lo deleitoso que hay en una idea, en una 
conjetura, en una actitud frente a la vida (siempre en el 
plano de lo cirenaico) . Pero él busca la acción y no admite 
que el reverenciar la potestad del placer disminuya las vir- 
tudes actuantes ni sea incompatible con la apetencia de se- 
ñorío o con la nietzschiana voluntad de poder. Reyles aguza 
su atención para acechar los cambios que ofrece el desen- 
volvimiento de los hechos tanto del mundo físico como del 
mundo moral, pero casi siempre los interpreta de acuerdo 
a la mitología de Mammón que él ha reinventado para su 
uso personal o como último argumento en sus eventuales 
polémicas ideológicas. 

La agudeza de su inteligencia se aplica a investigar las 
causas de ciertos espejismos ontológicos, de los supuestos 
más antojadizos y a desglosar los “psiqueos” simples de los 
heteróclitos. Pero casi siempre su punto de partida en 
esa investigación, está falseado por su esquema de acción, 
voluntad y hedonismo, por el uso y el abuso de una pre- 
figuración mítica y utópica (en el fondo muy burda) del 
oro. Cuando habla del oro lo hace como un escolástico y 
un fijista que cree llegar a lo concreto, y en verdad no 
puede salir de lo abstracto; que supone ser realista y queda 
en el plano mágico: el orden establecido por Mammón, pa- 
nacea y cuento de hadas, sin discriminar las circunstancias 
que provocan los conflictos entre capital y trabajo. 

Reyles expone oralmente las ideas del tomo III de sus 
Diálogos Olímpicos (“Pallas y Afrodita”), en el que traba- 


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ja metódicamente desde hace tiempo. En esa exposición ha- 
blada, Reyles muestra un pensamiento más ágil y más per- 
filado que en los tomos anteriores de la misma obra. Sus 
análisis parecen más hondos y más ceñidos, su dialéctica 
más fina (más cerca del rio de Heráclito y de las fuentes 
hegelianas), sus conclusiones más ecuménicas, sus postula- 
dos más generosos, más a tono con la tolerancia, con la li- 
bre discusión y con el afán de mejoramiento de la condi- 
ción humana. Las ideas se funden unas en otras (hay aquí 
lejanas reminiscencias de Fouillée y de Guyau) creando 
síntesis muy claras acerca de cómo el arte es inseparable de 
las otras formas de la actividad del hombre, así como de 
las instituciones y de los más decisivos fenómenos sociales. 
Y en esa euritmia de ideas bien entrelazadas unas con otras 
entre las que brilla alguna paradoja (por ejemplo, el jue- 
go situado entre el hedonismo y la energética) se destaca, 
al terminar el tema, algún apotegma ágil que se mueve en 
tomo a un eje de pensamiento vertical acerca de la digni- 
dad del hombre: de modo categórico Reyles condena las 
actitudes claudicantes y las acrobacias oportunistas, las an- 
danzas palaciegas y obsecuentes de algunos caudillos de club 
político de barrio, las promesas demagógicas de ciertos le- 
gisladores a su electorado en época de propaganda comi- 
cial. A menudo le he oído decir: “Si es vituperable la ex- 
plotación del hombre por el hombre, no lo es menos la 
explotación del votante por el político”. Habla a veces 
con tono desdeñoso de los políticos, sin discriminación de 
ninguna índole, repudiándolos globalmente y sin ambages, 
cuando advierte que "los problemas de la cultura no con- 
mueven a los señores legisladores”. Su apolitiásmo es cir- 
cunstancial y responde a algún arranque malhumorado; y 
cuando lo expone con alguna vehemencia su lenguaje toma 
un tinte vagamente anarquista y echa mano a argumentos 


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que se acercan a ciertas formas de pragmatismo. (Por otra 
parte, no olvidemos que Reyles había militado en política 
en el Partido Colorado, siendo uno de los líderes del club 
“Vida Nueva”) . 

Cuando habla del III tomo de sus Diálogos Olímpicos, 
la contradicción se insinúa entre sus ideas de antes y las de 
ahora, todas las veces que quiere presentar otros matices 
ideológicos que él considera “ampliación y precisión” de sus 
obras anteriores; todas las veces que se esfuerza en exponer 
lo que él mismo considera un idealismo entrañablemente 
fundido a un realismo sin miedo y sin perífrasis, y al que 
parece atribuir no sé qué extraña grandeza, sin advertir la 
irremediable utopía y lo regresivo que encierra su exposi- 
ción. Cuando trata de demostrar que no hay contradicción 
entre la ideología de La Muerte del Cisne y la de los Diálo- 
gos Olímpicos, retuerce los argumentos y juega sutilmente 
con argucias. 

Cuando se refiere a los Diálogos Olímpicos le hacemos 
broma, por lo que puede haber de presuntuoso en el título, 
y le decimos que, mejor que un coloquio entre Apolo y 
Dionisos o Cristo y Mammón, eso suena a un simple “cha- 
muyo” entre él morocho Andrade y los otros campeones de 
las Olimpíadas de Colombes y Amsterdam. Reyles apenas 
se sonríe: la broma no le ha parecido muy grata. 


Una tarde habla especialmente de Coya, del Greco, 
del caracterismo de Manet, del duende de Sevilla (desde 
el espíritu de San Isidoro hasta el ‘ cante jondo” y la saeta) . 
Todo lo que dice esa tarde aparece sabiamente organizado, 
con un extraordinario orden interno que ajusta las abstra- 


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ccíones (por ejemplo, la línea arquitectónica de la Giralda 
como una categoría aristotélica) o coordina el vaivén de lo 
abstracto a lo concreto (la expresión pictórica de Goya, el 
duende goyesco, y la corte de Carlos IV) , y aclara una 
simbología de entronque mitológico (los semblantes del 
Greco y los de Zurbarán, la noche toledana y las “carcele- 
ras” entonadas junto al Tajo, las truhanerías de El Buscón 
y las hogueras encendidas por el Santo Oficio) . 

Como esos temas los ha pensado mucho tiempo y los 
ha vivido en un plano afectivo y, también, los ha expuesto 
oralmente innumerables veces, ocurre que les ha dado una 
estructura conceptual prolija, lo que no quita que, al refe- 
rirse a ellos, su conversación conserve intacta la fluidez del 
lenguaje hablado, no sé qué holgura y agilidad, un tono 
directo que lo hace mas comunicante y hasta le da cierto 
sabor a improvisación, subrayado por la fonación, las pau- 
sas, la expresión de las cejas y de las manos. Las imágenes 
rápidas que no se sabe si vuelan de sus palabras o de sus 
dedos, dan relieve a esta conversación que poco después 
cambia de tema y llega a una densidad difícil, al comentar 
la filosofía de Hume, al analizar si su fenomenismo es ab- 
soluto o relativo, al discriminar lo que ella contiene del 
empirismo de Locke y del idealismo de Berkeley en la con- 
cepción del principio de causalidad y en la idea del yo 
como “colección de estados de conciencia”. 

Luego, reanudando el tema de sus escritos inéditos, 
habla de dos obras que está escribiendo en ese momento: 
su relato autobiográfico Cogito ergo sum (que, a pesar del 
título, no parece tener ninguna sustancia cartesiana), y 
su novela El Gaucho Florido. 

Lo que nos anticipa oralmente de ambas obras nos ha- 
ce suponer que las mismas estarán plasmadas con honda ex- 
periencia humana. Algunos episodios de El Gaucho Florido 


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son, en el relato hablado, de un punzante brío trágico. Rey- 
Ies se esfuerza por mostrar que conoce cabalmente al gau- 
cho; alude desdeñosamente a la “disparatada concepción 
unamunesca del gaucho malo” y fulmina la frivolidad del 
"costumbrismo” de los aficionados al tema de nuestro cam- 
po que sólo han visto “una yegüita de chacra que va a bus- 
car agua a la cachimba”, sin haberse abismado en la sustan- 
cia cimarrona. 

Cuando habla de su Gaucho Florido se jacta de pro- 
bar que, a pesar de sus viajes a Europa, y de sus ausencias 
prolongadas en tierras lejanas, jamás se disvinculó espiri- 
tualmente de su patria. 

En las conversaciones sobre sus escritos inéditos parecía 
que Reyles se proponía dar a esas dos obras cierto relam- 
pagueo de estilo y de superficie, un dinamismo parcialmen- 
te mesurado, como garantía y condición de vivacidad en el 
relato, y un “espíritu de construcción”, rasgos todos ellos 
que pudieran acercarlos a la concepción y modalidad de al- 
gunas corrientes de nuestro siglo. Reyles se proponía ani- 
mar a estas dos obras con fuerza moza, savia del “profundo 
hoy” (la expresión es tomada de Blaise Cendrars) , energía 
ética e impulso pensante. 

m 


Reyles nos visita con asiduidad. Viene siempre en taxi, 
icompañado por su secretario Antonio Varela. Un día llegó 
a casa a las diez de la mañana y se retiró a las 3 de la ma- 
drugada del día siguiente. En esa visita (como siempre, él 
tuvo la palabra), habló de la tradición cimarrona, de lo 
que era el curtido gauchaje del 90, de la manera de en- 
tender al bagual y adivinarle las bellaqueadas, del mito 


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frondoso del centauro y de su proyección poética y huma- 
na. Todo esmaltado con sus recuerdos de las estancias que 
poseyó: El Charrúa, Lobería, Venado Tuerto, El Paraíso, 
vinculado a la vida agreste en la campaña uruguaya, la 
pampa santafecina, las praderas de Córdoba, la provincia 
de Buenos Aires. Habló también de asuntos de ganadería, 
de las innovaciones técnicas que realizó en sus cabañas; de 
ahí al turf, a referir con orgullo cómo se lucían sus pur 
sang en los hipódromos de Palermo y de Maroñas. Cuando 
desparramaba sus recuerdos de campo, asomaba la nostal- 
gia del estanciero que fue, y aparecían los rasgos del señor 
feudal impenitente y endurecido que se siente fuerte con- 
tra el Estado, pronto para maldecir su poder coercitivo 
(toda vez que siente sus efectos en carne propia, es decir, 
en sus latifundios) , dispuesto a enfrentar cualquier autori- 
dad que le pueda hacer sombra. 

Esa modalidad de cuño feudal se pone en evidencia 
cuando habla de su acción sobre el rumbo de la Federación 
Rural, de sus pláticas con Irureta Goyena, de los proyectos 
que exponía a los acaudalados hacendados que, además de 
poseeer grandes latifundios, ejercían influjo decisivo sobre 
algunos sectores del Senado. Él hubiera deseado transferir 
el poder de los partidos políticos a la Federación Rural y 
proclamar la disolución de aquéllos. El feudal que hay en 
Reyles es indisimulable. Acaso por eso no comprende el 
contenido histórico y social de Fuenteovejuna, ni de Perl- 
báñtz, ni de El Mejor Alcalde el Rey, ni de El Comenda- 
dor de Ocaña, los dramas que presentan el choque entre los 
nobles opresores y los plebleyos oprimidos en el ocaso de la 
Edad Media. Y si habla de Lope de Vega, sólo lo elogia 
como poeta lírico y como fundador del teatro español, como 
“monstruo de la naturaleza”. 

Encuentra palabras cáusticas para fustigar las rutinas 


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del procedimiento judicial, la morosidad del trámite, las 
trapisondas del picapleitos, la duplicidad de los albaceas, 
las argucias del leguleyo que se eleva hasta la cúspide de 
la judicatura, las insuficiencias e imprevisiones del código, 
con sus inoperantes artículos y sus vericuetos de incisos. 

Toda esa crítica fácil iba a desembocar en una crítica 
más radical a la estructura del Estado. Como feudal es fu- 
riosamente anti estatista. Se burla del “Estado sastre", el 
“Estado zapatero”, el “Estado almacenero” y echa mano a 
argumentos caducos y deleznables para poner de modelo 
una forma de “Política de señorío”. Considera al Estado 
Juez y Gendarme como una estructura inmovilizada en el 
siglo XIX, que escapa a la evolución histórica. No com- 
prendía lo que hay de progresista en los fisiócratas del siglo 
XVIII, no advertía claramente la actitud de los mismos fren- 
te a la economía del Estado feudal-absolutísta, en el ocaso 
del Antiguo Régimen. Además, para juzgar la Revolución 
Francesa se guía por las ideas de Taine y hasta de Jacques 
Bainville. No disimula su aversión hacia los Jacobinos y 
tiene, acerca de la jomada del 10 de agosto del 92, en la que 
se derrumbó la monarquía, las ideas más descabelladas y 
folletinescas (ha leído varias memorias de los Emigrados, 
a las que da crédito, ha tenido en cuenta escritos calum- 
niosos confeccionados con detritus de los libelos dictados 
por “les hommes de Pitt et de Cobourg”, y no conoce las 
irrefutables aportaciones de Mathiez) . 

Habla de marxismo incidentalmente. Sus lecturas en 
esta materia se reducen probablemente a Socialismo Utópico 
y Socialismo Científico, de Engels, y a un compendio (h‘ 
cho por Gabriel Deville) del Capital, de Marx, en un to- 
mo. Sus ideas sobre la plusvalía son confusas pues las su- 
perpone a ideas de Proudhon, de Georges Sorel y de los 
saint-simonianos. 


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Cuando se refería a la vida y gestión de los partidos 
políticos en el Uruguay, en momentos en que se realizaba 
el Centenario, se burlaba de la política cuyo programa £• 
orienta hacia la nacionalización de los servicios públicos 
(ahí volvía a mofarse del "Estado sastre, zapatero y alma- 
cenero”) . “Esos gerifaltes de la política ¡qué poco entienden 
de la cosa pública!”, exclamaba con énfasis. Sin embargo, 
un buen día reconoció que la Ancap era "una importante 
institución” y rectificó sus juicios simplistas contra la polí- 
tica que tiende a extender el dominio industrial del Esta- 
do. Y hasta llegó a considerar "prudente y sage" la divi- 
sión del Ejecutivo en Presidencia y Consejo Nacional de 
Administración, admitiendo que "dado los antecedentes de 
guerras civiles, el Ejecutivo Unipersonal podría ser peligro- 
so para la tranquilidad pública”. Por ahí tomó una actitwl 
respetuosa respecto de la Constitución de 1917. 

Pero, pese a estas rectificaciones en sus juicios sobre po- 
lítica, su raíz feudal era irreductible y reaparecía cuando 
la discusión lo apasionaba y cuando el recuerdo del estan- 
ciero que fue, le despertaba sus viejos rencores y le pre- 
sentaba el cuadro de sus ambiciones frustradas. 

El egotismo de Reyles tenía un fundamento ideológico 
en sus actitudes de señor feudal criollo, y un fundamento 
estético (no sé si fundamento o estimulante) en su dandys- 
mo cosmopolita que lo llevaba a un ensueño de principalía 
y de potestad refinada, a una arrogancia de aristía, y por 
ahí a una especie de subida áspera, impulsada por un vi- 
talismo jactancioso que yo llamaría ascensión armada ha- 
cia el übermensch. ¡ 

Su dandysmo cosmopolita abarca desde su indumenta- 
ria sobria (no desentona su legendario bastón de junco con 
puño de oro, sobre el que le hacíamos broma, unas veces 
lo equiparábamos al cetro de un cacique, otras, lo suponía- 


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mos un pascalíano rosean pensant coronado por el sol de 
Luis XIV) , hasta sus conversaciones en el Jockey Club de 
Buenos Aires, su deambulatorio por Andalucía, su lengua- 
je con expresiones gitanas captadas acaso en el puente de 
Triana, su decir garboso en el que relucían metáforas ma- 
jas, mezcladas con refranes criollos (variaciones de los de 
Martin Fierro), algunas frases italianas de corte d’annun- 
ziano o recogidas en romanzas de Ópera, y sobre todo, mu- 
chas palabras francesas que arrancaban de la Exposición 
Universal de 1900 y habían circulado profusamente por los 
círculos allegados al Mercare de trance de aquellos tiem 
pos; palabras y giros tomados en el teatro del bulevar o en 
los cafés nocturnos del Quartier Latín y que databan de la 
época simbolista y del fin del naturalismo. Dice, por ejem- 
plo, crdherie, nuance quintessenciée. charme velouté, san- 
glots de violon, incantation trouble, mirage de nos pensées, 
caresse endormante, séduction infernale... y también vo- 
cablos de argot (un argot añejo o caído en desuso, oriundo 
del “Chat-Noir” o del Montmartre de Toulouse-Lautrec) . 

Galicismo de pensamiento —no sólo de lenguaje— pa- 
ra hablar de las mujeres, de la mesura clásica, de los lími- 
tes de la sagesse, de las razones superiores del hedonismo 
(un hedonismo decantado que sabe “effeuiller paresseuse- 
ment la fantaisie”) . Galicismo en el que hay referencias 
a la estética y a la modalidad fin de siglo, a Remy de Gour- 
mont, a los salones literarios frecuentados por Barrés, al 
Jéróme Coignard de Anatole France, a los versos de Henri 
de Régnier, a los muelles del Sena y a las estampas de Epi- 
nal que exponen los bouquinistes cerca de la Cité. 

El léxico de la conversación de Reyles es rico. Su es- 
pañol se nutre de palabras populares y cultas, tomadas en 
la Puerta del Sol de Madrid o en el Refranero clásico. 


20 



Usa vocablos del caló madrileño y andaluz, a veces expre- 
siones obsoletas y algún arcaísmo, lo que da sabor, varie- 
dad y elasticidad expresiva a su hablar. 


Esta tarde Reyles llegó al Tupí viejo, como de cos- 
tumbre. “Pequeño de estatura, pálido y magro, liviano y 
musculoso, Carlos Reyles tiene cierto parecido exterior con 
Amado Ñervo y con aquel gonfalonero florentino del si- 
glo XIV, Niccolo Da Uzzano, que inmortalizó Donatello, 
después de la guerra de los Médicis, en un busto poliao- 
mado, íntegro de vida interior. El rostro enjuto, el ademán 
displicente, la mirada tajante como hoja toledana, la osa- 
tura y rasgos de busto romano, la elevación castellana de 
la ceja derecha, los labios apenas hilvanados, su empaque 
de ave solitaria, tal como lo estampó Zuloaga”. (Alvaro 
Guillot Muñoz, La Cruz del Sur). 

Su anecdotario es copioso, ya sea de la vida y milagros 
de los toreros; de la época de la revista Mundial y su ce- 
náculo en París; de los salones literarios anteriores a 1914; 
de la vida en Arcachon o en Niza. Las anécdotas que cie- 
ñen más éxito son: las primeras veces (era entonces un ado- 
lescente) que entró al redondel y se enfrentó con el toro, 
su aprendizaje antes de bajar a la arena, y sobre todo, la 
descripción del miedo físico que llega hasta la náusea, 
cierta tarde en que la fiera lo puso en aprietos, sin dejar- 
lo acercarse a la barrera; el emocionante duelo a espada 
entre Angel Falco y Gómez Carillo, en Buenos Aires, en 
el que Reyles actuó como director del lance; los sucesos 
políticos del 75 (motín de I.atorre) que él presenció sien- 
do niño, desde la Plaza Matriz, acompañado por su padre; 


21 



el incidente entre Reyles y Baltasar Brum en una ciudad 
del interior (años más tarde se encontraron los dos adver- 
sarios en París, se reconciliaron y llegaron a ser amigos 
unidos por hondo afecto y alta estima) ; el incidente en 
una estación ferroviaria: revoltijo de tiros, a oscuras, en la 
sala de espera, y un negro capanga que apareció muerto 
al día siguiente en un chiquero detrás de la estación; la 
historia del gaucho que, mortalmente herido, daba de co- 
mer a las gallinas pedacitos de grasa y de tegumento de su 
propio hígado, abierto de una feroz cuchillada; la aven- 
tura de un tropero curtido, que llevaba una carona gra- 
bada, trabajada con arte, y empuñaba un facón caronero 
que parecía destinado a clavarse en las entrañas de la no- 
che; la tertulia del salón de Mme. Bultot, frecuentado por 
Henri de Régnier y otros escritores del Mercure, a la que 
Reyles asiste conjuntamente con Enrique Larreta, y en la 
que, por un lapsus del autor de El Embrujo de Sevilla la 
dueña de casa hubo de sentirse ofendida (Larreta advirtió 
a Reyles: “Pero compañero, Ud. se ha pasado la noche pe- 
rreando a esta señora. ¡Ud. le ha dicho, todas las veces que 
le ha dirigido la palabra, Madame Bulldog!") . También 
tiene mucho éxito cuando se refiere a los personajes de 
sus novelas, a cómo los plasmó y modeló: el hacendado 
Gustavo Rivero, protagonista de Beba; Julio Guzmán, per- 
sonaje del Extraño; Rapiña, de la tercera Academia; Ma- 
magela y Tóeles, de El Terruño; Primitivo, el caudillo Pan- 
taleón, Guzmán y Cacio, de La Raza de Caín; Paco Qui- 
ñones, la Pura, el pintor Cuenca, el gitano Pitoche, de El 
Embrujo de Sevilla... A Florido lo conoció de carne y 
hueso como peón de una de sus estancias y lo llevó a su 
novela tal como era. En cuanto a la Pura, es un personaje 
plasmado con substancias real e imaginaria: tiene un co- 
mienzo de imágenes captadas en la noche sevillana que lue- 


22 



go se refractan en el curso de la ficción y se tornan una 
sola figura hermética cuando el subconsciente las lleva a 
una acción imprevista, a un movimiento de retorno sobre 
sí hasta sacudir el trasplano del alma. 


"Yo vivo mis ideas", gusta decir Reyles (pensando aca- 
so en Rodó, que no salió de su biblioteca cuando escribió 
Ariel y Motivos de Proteo) . Y añade: "Las vivo pasional- 
mente, aunque eso moleste a ciertos ideólogos de inver- 
náculo y a algún pobre diablo eunuco y libresco. Si yo 
hablo de las ciudades es porque he estado en ellas y las 
he respirado; si hablo de arte es porque he visto los cua- 
dros y las estatutas directamente, sin intermediario fotográ- 
fico infiel y deformante, sin las insoportables tricromías, y 
sobre todo, sin dejarme guiar por los críticos pontífices. 
Y cuando yo digo que los museos son panteones de las 
civilizaciones fenecidas, lo digo con conocimiento de causa”. 

"Lo pintoresco ha sido un abuso y una plaga de los 
románticos. Lo pintoresco a cualquier precio ha llevado a 
muchos escritores y costumbristas a ver una España de 
pandereta. En El Embrujo yo he querido situarme bien 
lejos de esa calamidad”. 


Cierta mañana, en una oficina dependiente del Con- 
sejo de Enseñanza Primaria y Normal, Reyles se encontró 
con una maestra a quien había conocido la víspera. La 
maestra se puso a objetar las ideas de La Muerte del Cisne 
y el contenido de El Terruño. Es indudable que el tono 



de las objeciones era de gran suficiencia y altisonante y 
que los argumentos que esgrimía la maestra eran un tanto 
mecánicos y simplistas diluidos en citaciones de educadores 
de todos los tiempos, como si quisiera exponer la historia 
de la pedagogía. Reyles la miraba de soslayo entre desde- 
ñoso y burlón, jugando displicentemente con su bastón y 
sus guantes hasta que le dijo de modo cortante: “Señorita 
educacionista, en mis Diálogos Olímpicos yo escribí con 
toda nitidez: Las pedagogas y latiniparlas me apestan. Y 
ahora agrego: ¿adónde quiere ir Ud. con todas esas fra- 
ses mal aplicadas de Pestalozzi, Rousseau, Decroly, Dewey, 
que nada tienen que ver con lo que estamos hablando?". 
A los pocos días Reyles se encontró nuevamente con la 
maestra (a quien denominó en lo sucesivo “Antología Pe- 
dagógica”) en una reunión realizada en la Escuela de De- 
clamación para recibir al novelista de El Embrujo de Se- 
villa. La maestra se acercó a Reyles y le dijo: “A pesar de 
que Ud. no fue nada gentil conmigo, yo leí en el aula, 
ante los alumnos más adelantados, una preciosa página de 
El Embrujo. Ya ve Ud. que no soy rencorosa”. Reyles, son- 
riente y afable, le contestó: “Yo sabía que la sapiencia y la 
generosidad alguna vez se juntan en el alma de una mujer 
hermosa”. La escena terminó sin más o pasó inadvertida. 
El secretario de Reyles, Antonio Varela, tuvo que alejarse 
para disimular un ataque de risa. La Directora de la Es- 
cuela de Declamación, Sra. Antonelli de Requesens, no pre- 
senció este coloquio (algo diferente de los Diálogos Olím- 
picos) pues, mientras, conversaba animadamente con Débo- 
ra Vitale D’Amico y Carlos Sabat Ercasty. 

Una noche, en la redacción de un periódico, un edi- 
torialista quiso exponer ante Reyles todo un catecismo de 
los deberes del periodista como servidor de la moral, de 
la patria, de las buenas costumbres y de la familia. Dijo 


24 



que el escritor debe dar el ejemplo de la virtud publican- 
do obras edificantes y repudiando los temas pecaminosos, 
el sensualismo de origen pagano y demoníaco. Reyles le 
contestó: “No me gusta gargarizarme con las palabras hue- 
cas y frases campanudas, así que, buenas noches”. Y dejan- 
do al periodista con su perorata trunca, se retiró de la sa 
la de redacción con paso rápido. , 

Una tarde, en el Sodre, luego de una transmisión de 
Cante Jondo, Reyles habló, a propósito de la TSH, de la 
industria del hombre. Comentó el mito de Prometeo (te- 
ma del que se ocupa en Diálogos Olímpicos ) , objetó las 
ideas de Spengler en El hombre y su técnica, y dijo: “El 
hombre apenas salido de la animalidad (supongamos que 
sea el hombre de Neanderthal o el de Heidelberg) fabrica 
hachas de piedra, se muestra prevenido y artero, capaz de 
mañas y artificios sorprendentes; inventa la flecha y sabe 
vencer al mamuth”. Al decir esto, Reyles imagina la lu- 
cha del hombre primitivo con el mamuth, la puntería del 
arquero y el movimiento del proboscidio lanudo y la na- 
rra con una fuerza y una intensidad muy superiores a las 
que pone en la descripción que hace en Diálogos Olímpicos 
de la cacería del enorme paquidermo prehistórico. 


Uno de los aspectos del egotismo de Reyles se puso 
en evidencia en estas reflexiones: “Todo eso que se ha di- 
cho y repetido acerca de la introversión y extraversión apor- 
ta muy poco, por lo menos directamente, al problema de 
las relaciones del yo con el mundo exterior. El hombre no 
puede salir de la cárcel de sí mismo, pero las proyecciones 
de su yo son inagotables y fecundas. 


25 



Además, esas proyecciones o irradiaciones poderosas se 
materializan y se hacen tangibles en multitud pasmosa de 
descubrimientos, construcciones, creaciones y conquistas de 
la energética telúrica. Se ha dicho que el mundo es pro- 
longación de nosotros mismos, lo cual es muy cierto. No- 
sotros percibimos el mundo como rebote de nuestro yo”. 

Le preguntamos, un poco en broma y otro poco en 
serio: y cuando usted está batiéndose a espada con un buen 
esgrimista, el choque de los dos aceros, el pecho de su ad- 
versario, la tensión del brazo, el aguzamiento del sentido 
kinestésico, la sangre que brota del primer puntazo, ¿todo 
eso es creación de su yo? El duelo así tiene poco riesgo y 
poca gracia, pues su yo lo crea, en tal caso, con una previa 
seguridad de triunfo para sí, y sin duda, de in vulnerabili- 
dad somática. 

Reyles nos mira un instante, extiende su brazo y mi- 
rándose la mano dice: “Cuando me bato, mi yo está pro- 
yectado hacia la punta de mi espada, actuando desde ahí, 
dirigiendo el acero y rebasándolo por el filo. Lo que quiero 
decir es que somos ante lo exterior como dos espejo, can 
biando sus imágenes, cambiando sus reflejos. Nosotros te- 
nemos conciencia de este esencial espejismo, así como de 
la irreductible fantasmagoría del mundo. Nuestro sonam- 
bulismo ante el cosmos está alimentado por espejismos in- 
ternos y externos y por las refulgentes armas del engaño 
con las que pretendemos protegernos. Aquí, naturalmente, 
hay que aludir al sueño del Quijote, a la confusión de mo- 
linos con gigantes, o a ciertas leyendas celtas creadas por 
los druidas. Insisto en este punto: nuestro yo, cuando se 
vuelca hacia el exterior, elabora y crea el mundo circun- 
dante. No somos más que réveurs éveillés que vivimos la 
ficción de un mundo hecho a nuestra imagen y semejanza 
y apropiado a nuestra dimensión”. 


26 



Le resp>ondemos: pero Don Carlos, con esa concepción 
del yo, no nos explicamos por qué la gente lo tiene a usted 
por materialista. Sus ideas son de un radical idealismo, a 
tal punto que si usted da un paso más en ese camino, lle- 
gará al solipsismo, a darle la mano a Berkeley. 

Reyles reacciona y dice: “No, jamás llegaría al solip- 
sismo, pues creo firmemente en la existencia del mundo ex- 
terior, aunque yo hable del mundo quimérico ilusorio e 
irreal". 

La discusión continúa a propósito de realismo e idea- 
lismo, se enreda con sutilezas verbales e interminables bi- 
zantinismos escolásticos sin salida. 

Después que la discusión perdió interés, Reyles conti- 
nuó su exposición y dijo: “Nuestro sonambulismo creador 
es capaz de proezas en todos los campos del pensamiento. 
Pero ocurre que el yo del hombre se ha escindido o bi- 
furcado en dos direcciones, en dos yo: uno de ellos es el 
yo que vive, que experimenta en toda su plenitud, y el 
otro es el que observa, el que interroga al primero y le 
plantea problemas vinculados con las ilusiones vitales y 
con la sed de conocimiento. Ambos yo están en la relación 
del leño y la llama, en parte aunados y confundidos. El 
troglodita de la caverna de Altamira o de la gruta de la 
Madeleine al crear su maravilloso arte rupestre crea mun- 
dos mágicos, se convierte en taumaturgo y asocia la ilusión 
y la vida, une sus dos yo, su leño y su llama”. 

Le pregfuntamos: |jero Don Carlos, su lenguaje ¿no se 
acerca acaso al de la teología de Lutero? Cuando el refor- 
mador se refiere al misterio de la eucaristía y quiere ex- 
plicar la consubstanciación dice que en la hostia coexisten 
el pan y el cuerpo de Cristo como en el hierro candente 
coexisten el hierro y el fuego. ; 


27 



Reyles contesta: “Líbrenme los dioses de tener algo 
que ver con la teologíal” 

Muchas veces Reyles echa mano de la leyenda de la 
lucha entre los dioses y los gigantes, variando inútilmente 
la tradición hesiódica y agregando violencias a la narración 
que de esa lucha hace la Teogonia. Habla del antagonismo 
de los dioses y los gigantes como del de Apolo y Dionisos 
o Cristo y Mammón, para simbolizar la pugna de los dos 
principios opuestos. 

Reflexionando sobre los conflictos que se dibujan o 
estallan en la época contemporánea, Reyles dice: “Para sa- 
ber si en el mundo triunfarán las potencias de las tinieblas 
sobre las de la luz, los titanes sobre los dioses, sería super- 
fluo y hasta irrisorio discurrir acerca de la Suma Teológi- 
gica de Santo Tomás de Aquino y de las variantes del neo- 
tomismo o de las categorías aristotélicas o de las mónadas 
de Leibniz”. 

Esta manera de entrar a considerar los problemas del 
mundo contemporáneo como una lucha entre las potencias 
de las tinieblas y de la luz presentaba un parecido con el 
dualismo avéstico de Ormuz y Arimán y amenazaba con 
perderse en alguna mitología o congelarse en un esquema 
inadecuado. 

Le preguntamos, para obtener alguna precisión: ¿Y 
quiénes son las potencias de las tinieblas? 

Reyles responde: “Todo lo que amenaza nuestra ra 
zón de ser y conspira contra la ley de la vida, contra nues- 
tra legítima apetencia vital. Ocurre que en el siglo XX el 
hombre ha dejado de ser la medida de todas las cosas. No 
se necesita poseer una pupila telescópica para ver este he- 
cho típico de la época en que vivimos. Y el hombre se per- 
cata de que ya ha dejado de ser la medida de todas las co- 
sas y no atina a encontrar una proporción o adecuación en- 


28 



ire él y el mundo. He ahí su problema y su desventura. 
Paracelso dijo con mucha agudeza: Aquel que en cualquier 
orden de cosas pasa la medida, cae en la desesperación. Los 
acontecimientos desbordan al hombre y él no puede con 
ellos. El caos del mundo es un reflejo fiel de nuestro pro- 
pio caos. Las impetuosas mareas de la vida, las fuerzas de 
las tinieblas y del tumulto, la energética desbordada han 
derribado las murallas y los diques del orden racional, y 
esa irrupción del desorden nos anastra mar adentro, sin 
brújula y lejos de los faros”. 


Más de una vez, en la tertulia del Tupí, Reyles expu- 
so la “aventura trágica” del hombre que se rebela contra 
la inexorable ley del cosmos, y cómo de la pugna del hom- 
bre con el universo surge “el mundo encantado de la con- 
ciencia, en el que imperan la libertad, la justicia y el amor 
venciendo (por la virtud mágica de las ilusiones vitales) a 
la esclavitud, la iniquidad y el odio”. Ese motivo se en- 
cuentra en Diálogos Olímpicos y tiene con La Muerte del 
Cisne una insegura y a veces hipotética conexión ideoló- 
gica. En la conversación, Reyles se esfuerza en poner con- 
tinuidad y coherencia en el contenido disímil de ambas 
obras. En el fundo de ese motivo (la sublevación del hom- 
bre contra la ciega iniquidad del cosmos) que Reyles ex- 
pone oralmente a manera de un extenso friso, aparece el 
instinto de soberanía, deseo de poder, gravitación sobre sí 
como dinamismo esencial y motor del alma humana “a la 
vez fuerte y sutil y capaz de alcanzar lo imposible”. El mito 
de Pandora, que está relatado en los Diálogos Olímpicos, 
impregna toda esta exposición. 


29 



Reyles insiste en señalar que, en la mitología griega, 
Pandora es una divinidad maléfica para los hombres, y que, 
por el contrario, la ficción que él ofrece presenta a esta 
deidad como símbolo de la ilusión, pues convierte los ma- 
les en esperanza inmortal. 

Reyles se detiene en el mito de Pandora, lo retoca, 
lo desarrolla, le da proyecciones un tanto arbitrarias; se 
esfuerza en esgrimirlo como réplica a aquella conclusión 
de Schopenhauer de que la vida no tiene explicación ni 
finalidad. La esperanza que Reyles pone en el extremo de 
la ficción en torno a Pandora toca la vieja idea de Herá- 
clito acerca de la fecundidad de la lucha: “Cada estado de 
conciencia —dice Reyles—, cada doctrina, cada acto hu- 
mano individual o colectivo, son una beligerancia, una 
pedana creciente, un nuevo campo de batalla para nues- 
tro deseo de poder, sobre el cual planean las ilusiones vi- 
tales. La paz se compone de muchas guerras, la armonía 
de muchas discordias, el equilibrio sideral de un compro- 
miso o antagonismo de gravitaciones y fuerza centrífuga. El 
instinto de vivir es de un irresistible optimismo, aunque 
los señores filósofos piensen lo contrario”. 


El tema de la literatura del siglo XX entra muchas ve- 
ces en la conversación de Reyles. Aunque su obra se vincu- 
la a ciertas modalidades del modernismo y al clima fin de 
siglo, Reyles quiere ser un escritor de nuestra época. 

Los “ismos” de vanguardia en sus formas extremas lo 
desconciertan a veces, pero se preocupa por conocerlos y se 
acerca a ellos sin prevención. 

Habla de Morand no sé si con admiración o con estupor. 


30 



No deja de reconocer que el rapidismo morandiano es, en 
la novela de este siglo, una aportación inédita. Pero creo 
que ese ritmo de velocidad lo fatiga y lo apabulla. 

Reyles no quiere aparecer (he ahí una de sus preocupa- 
ciones) como incomprensivo ante un escritor que trae algo 
nuevo en el estilo o en la estructura de la narración; tiene 
horror de que lo consideren “pompier” (él se ha sentido 
siempre un “adelantado”, como escritor y como cabañero) , 
y de que lo tilden de anacrónico o de “pasatista” en cuan- 
to a gusto o discriminación estética; se esfuerza en mos- 
trarse como un hombre que ha superado las limitaciones y 
antiguallas finiseculares, hace lo posible por no parecer un 
“démodé”. Además, seguramente se amargaría si los jóvenes 
le dieran la espalda o lo tuvieran en menos. Él no quiere 
envejecer, y sobre todo, jamás se resignaría al peor de los 
envejecimientos (según su criterio) , es decir, a no com- 
prender el espíritu de las nuevas generaciones. De ahí cier- 
ta actitud un tanto demagógica respecto de los escritores y 
artistas surgidos después de la primera guerra mundial; de 
ahí sus elogios al vanguardismo, no siempre muy convenci- 
dos. No me cabe duda, sin embargo, de sus simpatías por 
el ultraísmo español y de su admiración por García Lorca 
(releía con deleite el Romancero gitano ) . 

Tampoco dudo de la autenticidad de sus elogios a Apo- 
llinaire, Delteil, Picasso, al Forgat innocent de Supervielle, 
a ciertas novelas de Giraudoux, a ciertos poemas de Cocteau, 
a la aventura introspectiva de Proust, y sobre todo, a Char- 
mes de Valéry, a quien definía como “un diamante pensan- 
te”. Se divertía leyendo algunas estridencias marinettianas y 
poesías futuristas y aceptaba que el superrealismo fuera el 
movimiento más importante de los que estallaron después 
del tratado de Versalles. 

La cultura de Reyles era sobre todo española y fran- 


31 



cesa. A Nietzsche lo conoció en la traducción francesa del 
Mercure de France, a Goethe en la de Gérard de Nerval, 
por supuesto, a Schopenhauer en la de Cantacuzéne. Leyó 
el Ulises de Joyce (lo leyó prolijamente) en la traducción 
francesa de Larbaud, así como los cuentos de Poe en la 
traducción de Baudelaire, y las poesías del “Cisne de Bos- 
ton”, en la versión de Mallarmé. Descubrió a Rilke en la 
traducción francesa de Maurice Betz. Le recomendamos que 
leyera Citroen, de Erenburg. Por lo que le decimos de su 
tema, contenido y estilo, parece interesarse por esa obra. 
Pero no sé si llegó a leerla. Alguna vez le oí mencionar a 
Thomas Mann, pero nunca a Kafka. 


Cuando se refiere a la novela, parece coincidir en algún 
punto con las ideas que Ortega y Gasset expone en La Des- 
humanización del Arte acerca de ese género: la coinciden- 
cia, sin embargo, es simplemente aparente y externa y se 
circunscribe al arte del novelador para dar los rasgos de sus 
personajes, pero no a la concepción y estructura interna de 
la novela ni a su sustancia psicológica, ni al arte de la com- 
posición ni a la posibilidad de llevar en sí un problema hu- 
mano o social; en estos otros aspectos, Reyles discrepa ra- 
dicalmente con Ortega y Gasset. 

De su conversación se desprende de modo indudable 
que sus preferencias se dirigen a Galdós, Balzac, Tolstoi, y, 
sobre todo, a Cervantes y a Dostoiewski. Considera que el 
psicoanálisis puede contribuir a dar más radio al campo de 
la novela, aunque estima que sería un error proponerse pre- 
viamente la descripción de un “complejo” o la transcrip- 
ción de determinada observación freudiana para plasmar y 


32 



elaborar una narración. “Eso sería aplicar una mera receta 
y, por lo mismo, cercenarse uno mismo la dimensión de la 
invención”. 

Elogia a Xaimaca y a Don Segundo Sombra y habla 
con afecto de Ricardo Güiraldes, con quien conversó en 
Buenos Aires y abordo de un transatlántico rumbo a Eu- 
ropa. Afirma que El Cencerro de Cristal es la obra de un 
precursor. Y añade: “Ricardo Güiraldes, y Adelina del Ca- 
rril son un prodigio de simpatía". 

Se puede vislumbrar que Reyles conserva por la pintu- 
ra de Blanes el viejo un recuerdo dichoso, casi tierno (sin 
duda recuerdo de infancia penetrado de sustancia afectiva) , 
en el que hay, esto se infiere de su conversación, paisajes 
con árboles, juegos, paseos, soledad egocéntrica pero no de- 
primente; imagen de la casa paterna, en cuya sala lucían 
los retratos al óleo, obra de ese pintor, de los padres del no- 
velista: Don Carlos Reyles y Doña María Gutiérrez. (Am- 
bos cuadros se encuentran hoy en el Museo Municipal de 
Bellas Artes, de la avenida Millán) . 

Se interesa por que los Poderes Públicos (a este respec- 
to llegó a hablar con un Ministro de Instrucción Pública y 
con algunos legisladores ) adquieran en colecciones particu- 
lares, galerías y talleres, cuadros de Carlos Federico Sáez, 
Blanes Viale, Figari, Barradas, Cúneo, Arzadum, Torres 
García . . . Desde la Comisión del Centenario intentó que 
el Ejecutivo o la Municipalidad compraran las obras de 
esos pintores pero siempre encontró el escollo infranqueable 
de la “falta de rubro”. 

Los comentarios que hace sobre la pintura de Figari 
son penetrantes, aunque algo literarios, y pasa horas con- 
templando sus candombes y batucadas en el Museo Nacio- 
nal de Bellas Artes, del Parque Rodó. 

Considera a Herrera y Reissig como a uno de los ma- 


33 



yores poetas de lengua española. A propósito de Los PerC' 
grinos de Piedra, habla de modernismo, de simbolismo y de 
la poesía en general. Sus ideas sobre la poesía las conden- 
só en un pensamiento que estampó en el álbum de María 
Elena Muñoz que transcribo a continuación: 

"... El don divino de la poesía es luz que ilumina las 
tinieblas del ser, horno candente que funde los contrarios, 
caja sonora que orquesta en líricas arquitecturas los latidos 
dispares. Ese celeste don convierte los carbones en diaman- 
tes, anula el tiempo y el espacio y a inmensas distancias 
echa sutiles puentes de oro entre las almas...” (Marzo 
de 1931) . 


Una tarde en que se conversa de deporte y de "estilos 
de la energética”, Reyles nos habla del match entre Car- 
pentier y Sullivan (que relata en La Vida ) . Después de 
juzgar con precisión, colorido y "reconocida competencia 
en la materia”, las virtudes somáticas y técnicas de los dos 
pugilistas, Reyles se refiere al match y, como Sullivan es in- 
glés y Carpéntier francés, vincula el estilo y las caracterís- 
ticas de cada uno de ellos, a la idiosincracia un tanto legen- 
daria de los pueblos de Inglaterra y Francia. 

Dice Reyles: "El inglés Sullivan tiene no sé qué aisla- 
miento en sus gestos, en la manera de comportarse. Calcula 
fríamente sus golpes, tratando de no malgastarlos. Sin em- 
bargo, intenta pegar primero, en lo cual coincide con la 
teoría del dreadnought y con aquello de que "quien pega 
pronto pega dos veces”. La superioridad de Carpen tier se 
manifiesta desde el primer round y se pone en evidencia 
en la agilidad, la perspicacia, el clinch, el tiro rápido y 
envolvente. Sullivan, cuando cae K.O. queda hecho un saco 


34 



de patatas, vencido, aplastado, exánime. El empirismo de 
Locke y la lógica de Stuart Mili se le han adormecido en la 
cabeza, la bizarría de Wellington le ba fallado en los puños. 
Además, llora como un pobre diablo, como un fracasado 
que asiste a su derrumbe definitivo. 

La agilidad de Carpentier es un espectáculo, un expo- 
nente de lo que puede alcanzar la dinámica del soma. Guia- 
do por una inteligencia rápida y luminosa, Carpentier posee 
para el pugilato, las cualidades que Napoleón tenía para la 
guerra: la celeridad, la audacia, la certeza para dar el golpe 
demoledor, y, sobre todo, el espíritu de ofensiva. Es el mis- 
mo espíritu, la misma combatividad de los ejércitos de la 
Revolución Francesa en su lucha a muerte contra la Europa 
monárquica. Es la operación fulminante de la batalla del 
Marne de 1914, concebida por Joffre y realizada por la in- 
fantería francesa que obliga a los ejércitos de Von Kluck a 
emprender la retirada. 

La agilidad y la fuerza de sus puños hacen a Car- 
pentier invencible en los rings de Europa. Su sonrisa refleja 
su moral de victoria. Pero como tiene un supremo buen gus- 
to, muy francés, y es la simpatía personificada, jamás 
incurre en un exceso de arrogancia; todos lo admiran y lo 
llaman el prodigio; es el campeón por antonomasia. Ade- 
más, ¿por qué no? Carpentier parece la encarnación y prue- 
ba del bergsoniano élan vitaV\ 

No le faltó mucho para que, a propósito de los dos bo- 
xeadores, hiciera una confrontación del cartesiano Discur- 
so del Método y de la Lógica de Stuart Mili. 

En La Vida, Reyles escribe a propósito de este match, 
la frase siguiente: “Pienso que el ring es cosa religiosa; pien- 
so sin asomo de burla, que los guantes de cuatro onzas ten- 
drán influencia decisiva en el destino de Francia y, por 
vía de ésta, en el destino del mundo". 


35 



Esas palabras que transcribo no son simplemente la 
glorificación del boxeo sino también una expresión de su 
culto por la fuerza y la destreza, una forma del mito del 
deporte que él se ha forjado y de la afabulación de la vio- 
lencia, detrás de la cual forcejean A|>olo y Dionisos, en un 
afán de primacía, en una palabra, una variante de su vi- 
talismo. 

Dice Reyles: “El duelo a pistola no me gusta. Enfren- 
tarse dos duelistas con armas de fuego no es para mi esté- 
tica: los^ dos adversarios quedan muy lejos uno de otro, no 
dan la sensación de la pelea; es algo frío, sin arte ni arro- 
gancia. En cambio, el duelo a espada o a sable, eso sí es 
duelo, eso sí es acercarse al acero, es trabarse en una lucha 
de verdad, es mostrar el arrojo y la destreza, la rapidez y 
el temple. Yo prefiero la espada: su hoja es para mí una 
prolongación de mi brazo y una certeza de mi voluntad”. 

Mientras explicaba los “secretos de la esgrima”, se ponía 
de pie, erguido. Miraba de soslayo, la cabeza en alto, con 
su gesto de gavilán, como midiendo al adversario para con- 
tarle los segundtK antes del golpe final, con un rictus des- 
deñoso pero seguro y vigilante. Reyles salió vencedor en 
todos los duelos que tuvo. 


De Dickens y de Walter Scott sólo habla al pasar, pero 
se detiene para saborear a Meredith, a Katherine Mansfield 
y a Joseph Conrad. 

Se interesa por algunas fuentes shakespearianas, por 
Fran^ois de Belleforet y sobre todo por Bandello, a quien 
considera “un maestro en el arte de la narración”. 

Le gusta recitar en italiano algunas estrofas de I Se- 
polcri, de Foscolo: 


56 



AW ombra de' cipressi e dentro Vume... 
y considera esta obra, “la de mayor impulso lírico de toda 
la poesía italiana del 800 ”. 

En sus ideas estéticas, creo percibir algún influjo de 
Ruskin (en lo que se refiere a la concepción del paisaje 
en la pintura moderna) y de Rodin. UArt, de Rodin, 
fue uno de los libros que leyó en la Cóte d’Azur y sobre 
el cual meditó en sus largos paseos solitarios por la orilla 
del mar. Se lo hizo conocer Suzanne Miéris, actriz fran- 
cesa de comedia que fue el último amor de Reyles. De esta 
mujer inteligente y fina, Reyles habla muy pocas veces, 
pero cuando lo hace es con hondo afecto. Sin duda fue 
la pasión de su vida. 

jSe complace en recordar sa voix caressante (son sus 
palabras) y el rubio de su cabellera ‘‘maravillosamente 
peinada”, que le hace recordar el verso de Mallarmé: 

blonde dont les coiffeurs divins sont des orfévres . . . 
Suzanne Miéris inició a Reyles en ciertos ‘‘misterios de 
entretelones”, en el ‘‘sortilegio de la mise en scene”, en el 
arte del ‘‘Vieux-Colombier”, y del teatro Daunou, en el 
parpadeo de matices que viven en las candilejas. 

Una noche que estaba el novelista en su casa, entró 
Suzanne de improviso y descubrió en él un comienzo de 
calvicie: c'est un endroit de plus pour t'embrasser, le dijo 
‘‘con el tono más suave”. 


El anecdotario de Reyles es inagotable. Cuenta la vi- 
da de Zuloaga en su taller, sus modelos, sus ideas acerca 
de lo que debe ser un retrato y cómo hay que atisbar un 
semblante para dar el parecido profundo. Las conversa- 
ciones y rasgos de los escritores de la generación del 98 , lo 


37 



que le da motivo a una evocación del país vasco, o del 
Paseo de la Castellana de Madrid, o de un cortijo en las 
riberas del Guadalquivir. Cómo conoció a Castelar en Se- 
villa, por el año 92, la facundia del gran orador republica- 
no, su prestigio como tribuno y como político. Las discu- 
siones con estancieros rutinarios en nuestra campaña y en 
la Argentina sobre zootecnia y cuestiones agropecuarias y 
algunas de las respuestas que daban aquéllos: “¿Para qué 
preocuparse por sembrar? Viene la langosta y se lo traga 
todo. ¿Para qué preocuparse por mejorar el ganado? Viene 
la guerra civil en las cuchillas y usted pierde los animales 
porque los soldados de uno u otro bando se los degüellan 
para carnearlos. Lo mejor es dejar las cosas como están y 
nada más. No hacerse mala sangre y que sea lo que la 
Providencia quiera. Eso que llaman el “progreso” es para 
dolor de cabeza y para meterse en camisa de once varas”. 
Tales eran los argumentos que muchos hacendados de fi- 
nes del siglo pasado hacían para cohonestar su indolencia 
y contra los cuales la argumentación de Reyles nada podía 
hacer. , 

Sus lentos paseos por las orillas del Tajo o del Caro- 
na, su deambulatorio por Piccadilly y por el Tower Brid- 
ge, su vida en el palacete de su propiedad, en la Avenue de 
Villiers, o en su retiro de Cháteau Guitón, en el que reali- 
zaba su ideal de sibaritismo como tregua y clima hedonís- 
tico para el pensamiento, entre dos experiencias de acción. 
Reyles se complacía en recordar la última estrofa del epita- 
fio de Enrique de Mesa: 

Fue un hidalgo poeta del solar español. 

Ni ejercitó derechos ni se amoldó a deberes. 

Gran señor de la vida, se la ¡dio a las mujeres, 
y gustó el placer único de vagar bajo el sol. 


38 



Reyles dice a menudo, cuando se refiere a la cultura 
(especialmente a la cultura filosófica), que ella “debe es- 
tar orientada a comprender y no a retener”, con lo cual cae 
en una fórmula demasiado simplista, basada en una de- 
marcación ficticia entre la memoria y la inteligencia, se- 
mejante a la del viejo criterio que considera las “facul- 
tades del espíritu” como compartimientos estancos. 

Observemos, ahora, qué filósofos, ideólogos y sistemas 
menciona cuando conversa. Con insistencia se complace en 
recordar aforismos que proclaman la importancia de la 
lucha (sin que deduzca de ellos conclusiones dialécticas) 
y la preeminencia de la energética, máximas que cons- 
tituyen las bases de la ideología de Reyles desde la Muerte 
del Cisne en adelante. 

Para conocer la historia de esta ideología, transcribo a 
continuación un párrafo del ya citado artículo de Alvaro 
Guillot Muñoz, publicado en La Cruz del Sur, que se refie- 
re a la infancia y adolescencia del futuro novelista: “Cam- 
“ bio de decoración e inmersión en un ambiente g^is, re- 
“ gido por dosificaciones de estudios escalonados. Reyles 
“ acumuló experiencias y si se mostró reacio a todas las su- 
“ gestiones de programas y métodos, fue únicamente por 
“ espíritu de emancipación. En aquel colegio hispanouru- 
“ guayo, en el que pasó siete años, la convivencia con los 
“ condiscípulos semibárbaros venidos de campaña le sirvió 
“ para definir su voluntad y ahondar precoces comproba- 
“ dones sobre la rudeza de la vida y la tragedia biológica, 
“ núcleo central de la ideología de La Muerte del Cisne. 
“ Las observaciones sobre el mundo vital y físico que Rey- 
“ les hizo desde la niñez germinaron, años más tarde, lle- 
“ gando el futuro defensor de los impulsos cósmicos a con- 
“ clusiones análogas a las del tenebroso Heráclito, Hobbes, 
“ Mandeville, Nietzsche. El colegial meditativo se nutría 


39 



a diario de lecturas literarias y filosóficas que produje- 
ron el asombro del enfático Don Baltasar Montero y Bi- 
daurreta, director de aquel establecimiento docente en el 
que Reyles terminó su infancia e inició su adolescencia. 
Ésta se presentó bravia y aventurera. Un ímpetu brioso 
llevó al futuro novelador a gustar las violencias del atle- 
tismo, los riesgos del redondel y los triunfos de la pe- 
dana . . , Hay que señalar en la formación cultural y es- 
piritual de Reyles la influencia que en él ejercieron tres 
amplios precursores de los movimientos nunistas de la 
literatura de habla castellana: Quevedo, Góngora y aquel 
Rector del colegio de Jesuítas de Tarragona, el profundo 
Padre Gracián. 

f “En el último año de pupilaje evidenció Reyles, en 
todo momento, su capacidad de comentarista, su perfila- 
do buen gusto, su fino deleite por la lectura de los clási- 
cos, sus penetrantes disquisiciones sobre los más salien- 
tes ingenios del Siglo de Oro, su íntima comprensión del 
Romancero y de la Novela Picaresca, su emoción estéti- 
ca ante los místicos, sobre todo ante Fray Luis, San Juan 
de la Cruz y la Doctora de Avila. 

"A los 17 años de edad, habiendo cursado casi todo el 
Bachillerato, desdeñoso de títulos universitarios y paten- 
tes profesionales, egresó Reyles del “Hispano-Uruguayo”. 
Precoz y dotado de buen bagaje de cultura, fue en lo su- 
cesivo, en cierto modo, un seguio autodidacto que se en- 
frentó con la vida y luchó contra ella solo y airoso. . . Rey- 
les se propone sin duda trazar un complejo cuadro de la 
vitalidad, de las energías mecánicas, químicas, celulares y 
psíquicas que dominan la creación con ciega e implacable 
voluntad . . . Reyles ataca ese idealismo periférico y libres- 
co, contrario a la naturaleza, a la vida y a todos los im- 
pulsos del Cosmos; ese pseudo-idealismo pueril y falsifi- 
cado o ese ascetismo tiránico y reñido con las normas na- 


40 



“ turales del mundo biológico, que desconoce aquello que 
" Reyles, adolescente de 17 años, dio en llamar, en un cua- 
" demo de colegial: carácter guerrero de todos los fenóme- 
" nos; tendencia del hombre a poseer y dominar, observa- 
" ción que en Reyles se intensifica y se arraiga de modo 
“ definitivo y lo induce a establecer correspondencias entre 
“los principios fundamentales de las doctrinas filosóficas 
“ aparentemente disímiles. Así, echó puentes comunicantes 
“ entre Calicles, Heráclito, Mandcvillc (donde Reyles encon- 
“ contró el instinto de soberanía, defendido por el agudo y 
“ paradoja! británico) , Descartes, La Rochefoucauld, expo- 
“ sitor del amor propio, Hobbes (donde tocó el deseo o ins- 
“ tinto de poder, expuesto por el misántropo sensualista y 
“ teórico del egoísmo) . Penetró luego el derecho natural de 
“ Spinoza (es lo único que capta de este gran razonador 
“ geométrico y fundador del panteísmo idealista) ; la idea 
“ de la sustancia-fuerza de Leibniz (Reyles no se pronun- 
“ cia sobre los opúsculos de Leibniz de 1691 a 1694 en los 
“que el futuro autor de la Monadologia sostiene, contra 
“ el cartesianismo, que la esencia del cuerpo consiste, no 
“ en la extensión sino en la fuerza) . En su investigación 
“ acerca de la fuerza y de los móviles y consecuencia de 
“ la misma, Reyles reflexiona sobre la energía combati- 
“ va de los filósofos franceses del siglo XVIII, en la que 
“ apunta el interés de Helvecio. Las posiciones de Carly- 
“ le y Emerson, encontraron resonancia en Reyles, quien, 
“ con mirada envolvente, abarca las oscilaciones de la fie- 
“ bre de la razón que se prolongan más allá de Kant y 
“ llega, con arrogancia, a Le Bon, Le Dantec y, por un 
“ camino tortuoso, a Maurras, a quien se ha llamado con 
“ acierto, el romántico de la razón. Reyles alcanza la ma- 
“ duración de su pensamiento al entrar en contacto con 
“ las ideas fuerzas de Fouillé, el instinto de expansión de 


41 



" Guyau, el ascetismo liberador de Schopenhauer, la vo- 
“ luntad de dominación de Nietzsche. Se detiene a inves- 
“ ligar la fuerza fundamental del ser humano de Stimer, 
“ medita sobre el culto de la energía de Stendhal, para 
“ revisar luego el sentido de la naturaleza en los materia- 
“ listas de la Antigüedad, Demócrito, Leucipo, Epicuro y 
“ Lucrecio. Conocedor del esteticismo de Thomas de Quin- 
“ cey y del instinto invasor de Blanqui (aunque Reyles 
“ no alude nunca a la ideología y a la acción revolucio- 
“ naria del defensor de la bandera roja) , el autor de La 
“ muerte del Cisne asiste al ocaso del positivismo comtia- 
“ no, del agnosticismo de Spencer y del dogmatismo doc* 
“ trinario de Taine y de Sainte-Beuve. El probabilismo 
" de Renán no perturba al defensor de los impulsos cós- 
“ micos cuya posición entronca, sin claudicaciones, con los 
“ principios selectivos de Lamarck y Darwin, y, en cierto 
“ modo, con el pragmatismo de James y de Meyerson y 
“ hasta (aunque en forma más indirecta) con el cientifi- 
“ cismo de Henri Poincaré (creo que Reyles sólo conoce 
“ las veinte primeras páginas de La Science et l’Hypothése 
“ y ni una línea de La Valeur de la Science, es decir, la ana* 
“ logia, además de ser un tanto remota, es por coinciden 
“ da y no por influencia del gran matemático) . Reyles, an- 
“ te los escollos de la vida y de la acción, no pierde el 
“ dinamismo alerta que lo guía siempre y llega a concc* 
" bir un impulso que comunica, en cierto sentido, con Velan 
“ vital bergsoniano. En La Muerte del Cisne, Reyles se 
“ muestra como un testigo más que como un juez. Com- 
“ prueba el mal ciego del mundo y registra el son guene- 
" ro de las manifestaciones vitales, llegando con Le Dan* 
“ tec, a la conclusión de que ser es luchar, vivir es vencer. 
" Algunos años después del Tratado de Versalles, Joseph 
“ Delteil en su Discurso a los Pájaros (texto que Reyles no 


42 



" conoce) pone en boca de San Francisco de Asís palabras 
“ coincidentes con la concepción reyliana de la vida . . . 
“ Esa trayectoria del pensamiento de Reyles también con- 
“ cuerda con un aforismo que Diderot pone en boca del 
“ más vivo de sus personajes, aquel sobrino del músico 
“ Ramean, célebre por su agudeza, su verba satírica, su 
“ cinismo burlesco y su esencia del picaro: en la naturaleza 
“ todas las especies se devoran; todas las condiciones se de- 
“ voran en la sociedad. Nietzsche, en su concepción del, ins- 
“ tinto vital admite o crea las ilusiones favorables a la exis- 
“ tencia humana, necesarias como aliciente de la vida, aun- 
“ que ellas sean aniquiladas por el conocimiento destruc- 
“ tor, pero (como dice Reyles en La Muerte del Cisne) 
“ sólo para darle a aquél estímulo y ocasión de otras nuevas. 

“ Anatole France por su propio camino, que es el del 
“ escepticismo, ha dicho: 

Si tu gardes ta foi qu’importe qu’elle mente. 

La beauté de l’amant n’est qu’au coeur de l’amante 

Et l’Univers entier n’est qu’une visión. . . 

“ Por ese camino del escepticismo indulgente, France 
“ propone tácitamente las ilusiones como solución piadosa 
“ capaz de ocultar el sufrimiento; por una ruta diferente 
“ (la del instinto vital) Nietzsche acepta la conveniencia 
" del cultivo de las ilusiones. Reyles, a su vez, asevera: las 
“ grandes ilusiones son siempre fecundas. . . y luego relata 
“ la leyenda de la infeliz criatura que perdió la belleza fí- 
“ sica y nunca se dio cuenta de su fealdad. La humanidad 
“ ha padecido muchas de estas demencias saludables, con- 
“ cluye diciendo Reyles. . . La verdad es que cuando Rey- 
“ les piensa en Montaigne, se interesa poco por los ejem- 
" píos y máximas de sabiduría estoica que hay en los En- 
“ sayos; se sonríe con alguna complacencia al considerar 
“ el escepticismo de origen pirroniano que impregna una 


43 



" parte de este libro; se anima y se deleita con el epicu- 
“ reismo que campea en numerosos pasajes de esa obra”. 

(Alvaro Guillot Muñoz, art. citado, en La Cruz del 
Sur, 1930) . 

Vinculándola con la ya mencionada máxima de Le 
Dantec, Reyles cita esta aseveración de Gustave Le Bon: 
“Vivre c’est changer. Le changement est l’áme des choses”. 

Las variantes y aplicaciones de la célebre Struggle for 
Life son numerosas, aunque no parece profesar al darwi- 
nismo, tomado en su conjunto, una simpatía muy acentua- 
da. Le gusta relacionar el principio darwiniano de Survival 
of the fittest con el nietzschiano de der Wille zur Machi, 
para estructurar su idea de energética y aplicarla a la con- 
ducta ético-social. 

Pocas veces aparece en su conversación alguna referen- 
cia al positivismo: se limita a una mera alusión a la ley 
de “los tres estados” y a considerar que el estado teológico 
y el metafísico duraron demasiado tiempo; a ironizar sobre 
el lenguaje comtiano: le Grand Milieu, le Grand Fetiche, 
le Grand Étre; a sonreír a propósito del culto a Clotilde 
de Vaux. Una vez, en una discusión relativa a la evolución 
y pugna de los principios morales, citó con todo énfasis 
estas palabras de Comte: II faut passer de la morale céleste 
á la morale terrestre. Le régne du christianisme est finí, 
l’ére des idées. positives commence. Y luego añadió: “Creo 
que el positivismo de Comte es más hondo y más genial 
(dejando de lado, por supuesto, el delirio de la religión 
positivista) que el monismo de Haeckel, que la psicofísica 
de Fechner, que el evolucionismo de Spencer y que “Fuerza 
y Materia” de Büchner. Creo también que el neopositivis- 
mo de Littré es algo serio en la historia del pensamiento 
del siglo XIX. En cuanto a lo que subsiste de Comte, me 
parece que tiene razón Paul Janet, al decir que lo que 


44 



sobrevive del positivismo es el método objetivo”. 

Menciona a Remy de Gourmont, como esteta y como 
pensador. La sentencia del autor de Monsieur Croquant: 
“Ce qu'il y a de plus terrible quand on cherche la vérité, 
c'est qu’on la trouve”, deja a Reyles pensativo; unas veces 
parecería suscribirla, otras, la rechazaba de plano, si su 
brújula apuntaba hacia el optimismo. Nombra a Spengler 
y a Max Scheller (a quienes conoce a través de la Revista 
de Occidente, por supuesto) como a directores de con- 
ciencia de la Alemania de Weimar Hace objeciones a la 
fenomenología de Edmund Husserl, diciendo que este filó- 
sofo no comprendió la Lógica de Stuar Mili. Se ríe de las 
exuberancias vitales y truculencias de gesto del Conde Her- 
mann Keyserling, a quien conoció personalmente y del que 
cuenta sabrosas anécdotas. Reyles observa: “Algo de lo que 
dice Keyserling tiene un curioso parecido con sus actitudes 
físicas cuando toca el piano: acomete el teclado con furia, 
le descarga un torrente de golpes con unas manos de ger- 
mano pesado y bárbaro; no sería muy exagerado decir que 
son puñetazos o marronazos los que asesta al marfil; y 
luego, presa de un arrebato dionisíaco, se inclina sobre el 
piano, se balancea en el taburete hasta que, al terminar la 
sonata, el filósofo se derrumba, y del taburete se desploma 
al piso, con estruendo, pues es un poids lourd, ya que no 


le faltan repuestos de tejido adiposo. Pero oojyaí^^qjie Key- 
serling desde el suelo se encuentra con 
el que aún no había reparado: delant^^^^^^^l^^ ühs^^iL 
canapé bajo, hay una hilera de mujeié^s/mt^^^iEra 
de las épocas en que la moda impop^/la ^^|^rta,\^l 
en consecuencia, ante la mirada del f^no nóf^^*;qug|e^j 
Keyserling, se presentaba un p?erner?lp..í:^^ta‘cm|r, 
una carátula de la Vie Parisienne. 
ción, me puse a tararear una canción 


45 



ba: *‘J*aÍTne le petit panorama, que el filósofo sin duda 
conocía desde antes de escribir su diario de viaje. Keyserling 
se expresa con facilidad en un francés algo atildado, con 
imperceptible acento teutón, que él se esfuerza por disimu- 
lar. Es ese mismo francés el idioma en que dice sus confe- 
rencias, y que él cree elegante y propicio para galantear 
a las damas”. 


Reyles parece estar de acuerdo (por lo que supone de 
contenido actuante) con el principio pedagógico de John 
Dewey: La enseñanza por la acción, pero discrepa con las 
ideas que este pensador sustenta a propósito de las relacio- 
nes entre la educación y el medio social. Se inclina al 
energetismo puesto que muy a menudo considera la ener- 
gía como la fuente y el término de las cosas y superpone el 
ser y el actuar hasta no discriminar sus respectivos campos 
de sustancia. Por ese hilo de pensamiento que podría en- 
cararse como una derivación del fenomenismo idealista, 
busca algún punto de referencia nietzschiano: el culto in- 
tensivo de la energía vital como principio de toda ética. 

Reyles simpatiza mucho con las ideas de Jules de Gaul- 
tier (el bovarysmo) y cita de ese pensador la siguiente 
frase: ‘L’homme moral est celui qui préfére á la vie la con- 
ception qu'il s’est formée de lui-méme et de la vie. Por un 
camino sesgado, Reyles relaciona el bovarysmo como fenó- 
meno psicológico, con las ideas-fuerzas de Fouillée. 

Tiene muy en cuenta el “pensamiento prelógico de 
los niños y los salvajes”, de que habla Lévy-Bruhl. 


46 



Después de una extensa exposición doctrinaria, lo más 
probable es que Reyles termine con una de las máximas 
que mejor expresan su pensamiento: “Todo organismo fi- 
siológico o político es una gravitación sobre sí, un egoísmo 
que se defiende y ataca” (Diálogos Olímpicos, vol. 1) ; “De- 
seamos e incontinente nos construimos la ideología apro- 
piada a la realización del deseo”. (Agenda N9 1) . 

“Nada escapa a la inflexible ley que ordena imperio- 
samente a todas las cosas reñir e imperar”. (Agenda N9 2 ) . 

Acerca de la voluntad de conciencia (de que habla en 
Diálogos Olímpicos) Reyles hace reflexiones sobre el valor 
de lo deontológico, confrontándola con la voluntad de do- 
minación, y dice: “ Lo que Nietzsche no vió ni vislumbró 
siquiera, es que de la voluntad de dominación, impulsada 
por las ilusiones vitales, surge la voluntad de conciencia, 
que es su acicate de buena ley. La voluntad de conciencia, 
tal como yo la concibo, nos impulsa a un mundo libertado 
de la inicua ley del cosmos. Creo no incurrir en contra- 
dicción cuando digo que el hombre es pura gravitación 
sobre sí y también una manifestación sutilísima de las ener- 
gías cósmicas. Somos egoísmos en acción que no perdemos 
de vista los imponderables morales y físico-químicos vin- 
culados a la conducta y nos guiamos por nuestra voluntad 
de conciencia. Creo que mis ideas no conducen al pesimis- 
mo, sino a la acción para adueñamos de la energética. Más 
de una vez he dicho que el descorazonamiento es un estado 
de sepultura”. 

La conversación se desvió hacia el tema de las ciencias 
históricas y se comentó el concepto de Henri Berr de “evo- 
lución de la humanidad”. Reyles dijo entonces: “Cada épo- 
ca, y si se quiere cada cultura, crea la tabla de valores que 
le es propia y necesaria para la vida que está viviendo y 
ésa es su alta función histórica y social. Se ha dicho con 


47 



evidente ligereza y dejándose engañar por semejanzas su- 
perficiales de poca monta, que el pasado se repite. He ahí 
un error grueso y pernicioso: el pasado jamás se repite. 
Cada día es nuevo bajo el sol. No es posible retroceder por 
el camino ya transcurrido, ni tampoco podemos detenemos 
en media de la ruta”. 

Aquí Reyles, con distintas palabras, coincide con uno 
de los principios cardinales de la dialéctica y con una idea 
de Jaurés: el gran tribuno, en un célebre discurso a la ju- 
ventud, refuta con elocuencia el viejo adagio del Eclesias- 
tés: nihil novi sub solé. 


Reyles se jacta de usar su “Kodak de viajero cargado 
de placas sensibles”, con las que capta paisajes, perspecti- 
vas filosóficas, actitudes humanas; “placas —dice él— que 
después revelo y fijo para documentar o confirmar hechos 
e ideas en las diversas culturas, desde la escuela de Jonia 
y las primeras cosmogonías hasta la paradoja epistemoló- 
gica de Meyerson. Luego me deleito con la concepción de 
Tales de Mileto, o con las homeomerías de Anaxágoras 
y con las ideas del Dr. Trublet en Histoire Comique, de 
Anatole France. Otro día reveo lo que he anotado sobre la 
catedral de Toledo o sobre las Etimologías de Isidoro de 
Sevilla”. 

Cita a Anatole France con frecuencia. Pero jamás men- 
ciona al France adversario del orden social imperante; no 
alude nunca a Vlle des Pingouins ni a las ideas de este 
escritor acerca del origen del derecho de propiedad, ni a 
Jas críticas a las compañías financieras que detentan con- 
juntamente con el poder económico el poder político y las 


48 



llaves de la propaganda mediante una prensa mercenaria. 
El Anatole France que cita Reyles es el escéptico refinado 
y desilusionado, el sutil ironista finisecular, el catador de 
la cultura greco-latina, pero nunca al Anatole France que 
llega a la plaza pública a defender la justicia social y la 
unidad de los trabajadores. 

Cuando se refiere a Zola, jamás alude al J'accuse, se 
limita a reflexionar sobre las técnicas de la novela natu- 
ralista. 


En una reunión en que atacábamos la arbitrariedad 
del concepto de “cultura fáustica’' de Spengler, sus contra- 
dicciones flagrantes y su vana mitología, la conversación 
se orientó hacia las proyecciones y repercusiones del Fausto 
de Goethe, de las cuales el olímpico de Weimar no tiene la 
culpa. Reyles dijo entonces: “La humanidad revive la ha- 
zaña del Dr. Fausto al crear la civilización mecánica e in- 
dustrial, el monstruo de la técnica, la sierpe maquinista. 
Y todo eso es voluntad de poder y lucha victoriosa contra 
la ley del Cosmos”. Y después de extenderse a propósito 
de la relación entre la energía y la apetencia de poder, ha- 
bla de Hobbes (a quien admira) y de cuya filosofía desta- 
ca aquello de la lucha de todos contra todos. Reyles subraya 
que el autor del Leviaihan sostiene como principio funda- 
mental de la acción el deseo de poder, principio “estimu- 
lante y energético que orienta la política exterior inglesa”. 

Aquí le preguntamos: ¿Está usted de acuerdo con la 
hipótesis de Seilliére acerca del Romanticismo? 

Reyles contesta que no la conoce y manifiesta deseo 
de conocerla. Se la exponemos sumariamente: para Seillié- 


49 



re hay una pasión primordial que es la que la teología 
cristiana llama libido dominandi; la que el prominente 
jansenista Duvergier de Hauranne, abate de Saint-Cyran, 
denomina Vesprit de principauté; la que Hobbes nombra 
el amor del poder; la que Nietzche titula der Wille zur 
Match y que el propio Seilliére llama imperialismo, reco- 
nociéndole como derivados o ingredientes un imperialismo 
esencial del ser vivo y un imperialismo irracional. Por ahí, 
luego de algunas vueltas de conexiones, desemboca en el 
Romanticismo como expresión de esa pasión básica. 

Reyles escucha con gesto indagador, se pasea reflexio- 
nando y luego dice: "Pues, eso de Seilliére es acertadísimo 
y me confirma en muchas de mis observaciones sobre ese 
particular”. 

Nueva discusión. Nosotros no creemos que eso sea el 
imperialismo, pues entendemos que éste es un fenómeno 
económico-político y que Seilliére usa un lenguaje metafó- 
rico, válido para describir una pasión o para dar los rasgos 
de un personaje de novela romántica. Reyles defiende el 
criterio de Seilliére y la discusión se prolonga con ejemplos 
de la Antigüedad (si en la guerra del Peloponeso la ciudad 
imperialista es Atenas o es Esparta) , y con ejemplos recien- 
tes (si la guerra contra Abd-el-Knm, en Marruecos, es una 
guerra imperialista y qué potencias económicas la impul- 
san desde la sombra) . 


Reyles nos hizo conocer en la primavera de 1931, un 
cuaderno suyo (él lo llamaba "cuaderno granate”) que 
continúa las dos "agendas” ya mencionadas y que es un 
esbozo de diario íntimo (algunas de sus páginas se repro- 
ducen en Cogito ergo sum) y a la vez, un esquema de las 


50 



conferencias que dictó desde su cátedra en la Universidad. 
Lo componen notas sobre temas diversos, principalmente 
de actualidad, apuntes rápidos y circunstanciales, reflexio- 
nes sobre la energética y la conducta humana. Todo inédito 
y ordenado por materias. 

En la misma época, nos hizo conocer también un cua- 
derno (el “cuaderno azul”) , compilación de aforismos des- 
de el siglo XIV hasta el XX que enaltecen la fuerza, la lu- 
cha y lo que Reyles llama la “gravitación sobre sí mismo”. 
Es evidente que ha coleccionado y anotado prolijamente 
esas máximas, no sólo como ejercicio de meditación sino 
también en previsión de posibles objeciones o polémicas. 
Por eso, una tarde que Reyles intentó reivindicar a fondo 
la fuerza y la lucha, ante cierto círculo que no le era bien 
conocido, y del que podía surgir un oontrovertista bien in- 
formado y pertrechado, no se separó de su “cuaderno azul”. 

En la exposición de sus ideas (exposición siempre ten- 
denciosa) , si él tenía mucho entrain, se ponía a citar con 
una memoria que parecía infalible, una serie de máximas 
de escritores, pensadores, poetas y sabios que preconizan 
la excelencia de la energía, la fecundidad de los antago- 
nismos en pugna y la primacía de la contienda (todas es- 
tampadas en el “cuaderno azul”) ; sentencias y principios 
que Reyles menciona en apoyo de la ideología sostenida 
por él desde sus primeros escritos. Y, si en el pequeño 
círculo del “Tupí” o de la casa de algún amigo se entabla 
la polémica y él quiere dar mayor ajuste a lo que tiene 
que decir, abre alguna vez el cuaderno y lo consulta con 
una rápida ojeada sin dejar de hablar y de argumentar. Y 
para remachar su disertación elige algún epifonema como 
este: “la gravitación sobre sí mismo es inherente al hom- 
bre y es cardinal en la vida”. 

Cuando Reyles conversa en su casa acerca de las ideas 


51 



que sustenta en La Muerte del Cisne, y tiene su “cuaderno 
azul” en la mano, lo hojea y se regocija con esa antología 
de pensamientos y apotegmas que, según él, “vienen a dar- 
le la razón”. 


Dice Reyles, con un tono de exposición ligeramente 
didáctico aunque a veces llega a ser casi vehemente: “Pas- 
cal, el pensador que supo distinguir Vesprit de géométrie 
de Vesprit de finesse, llega a esta conclusión poco difundi- 
da y que seguramente produce asombro en los timoratos: 
No pudiendo hacer fuerte lo justo se ha hecho justo lo 
fuerte. Así pensaba el más grande de los solitarios de Port 
Royal. Y casi en la misma época, el panteísta Espinoza 
afirma que el derecho natural, tema que tanto ocupó la 
atención de los filósofos del siglo XVIII y que constituye 
una de las bases de la filosofía de las luces, es el derecho 
del más fuerte, lo cual ocurre en la jungla desde los tiem- 
pos del plesiosauro hasta los de l'eodoro Roosevelt, caza- 
dor de elefantes en Africa Ecuatorial. En la misma línea 
de ideas se encuentra Lucrecio, que habla, antes que Dar- 
win, y como genial precursor del transformismo, de la lu- 
cha por la vida, ley primordial de la naturaleza. El místico 
William Blake asevera que sin contrarios no hay progreso, 
lo que no dista mucho del principio de Herácliío: la lucha, 
madre de todas las cosas. Y hasta Petrarca, el lírico más de- 
licado de la Edad Media, se aproxima a esta corriente cuan- 
do dice: sin lid ni ofensa ninguna cosa engendra la natu- 
raleza. Veamos ahora el siglo de las luces, y allí encontra- 
mos al moralista Vauvenargues, autor de máximas de in- 
discutible elevación ética, que asevera rotundamente que 
todo se ejecuta en el Universo por la violencia, Iq cual no 


62 



es decir poco. Encontramos también en el siglo de la Enci- 
clopedia a Helvecio que dice de modo radical que la fuerza 
es un don de los dioses. ¿Y qué dice Kant? Pues bien, el 
filósofo de la Critica de la Razón pura elogia los efectos 
saludables del antagonismo, de la discordia y del deseo in- 
saciable de posesión y de mando. Si nos dirigimos al siglo 
pasado, encontramos pensamientos que demuestran la mis- 
ma o análoga concepción de la fuerza. Por ejemplo Thomas 
Carlyle, el profundo ensayista de Los Héroes, dice luego de 
prolijas meditaciones: La fuerza bien entendida es la me- 
dida de todas las cosas; toda realidad durable es fusta por- 
que demuestra su acuerdo con las leyes eternas de la natu- 
raleza; el derecho es el eterno símbolo de la fuerza’'. (Aquí 
Reyles relee estas últimas palabras de Carlyle con énfasis 
y mira al auditorio como si dijera: “esto es irrefutable 
¿quién intenta rebatirlo?’*) . 

“Más cerca.de nuestra época —continuó diciendo Rey- 
les— Oscar Wilde, que tanto influjo ejerció en el comienzo 
de este siglo, ha escrito esta notable sentencia: Cuando el 
derecho no es la fuerza es el mal. Lo cual coincide en el 
fondo con lo que han dicho Carlyle y Pascal. En cuanto al 
eminente profesor de Basilea, ya sabemos todo lo que ha 
pensado y expresado acerca del derecho como legado de la 
fuerza”. 

En las últimas páginas del cuaderno, Reyles lee la si- 
guiente enumeración: el fuego viviente de Heráclito (con 
alguna alusión muy vaga a las objeciones que Lucrecio, 
con criterio atomístico, hace a la cosmogonía del filósofo 
de Efeso) ; el instinto de vivir de Schopenhauer (con una 
referencia muy esquemática y poco clara sobre la doctrina 
de la “representación”) ; la superposición de razón y ne- 
cesidad de Strauss 

En una hoja adicional ha anotado los siguientes nom- 


53 



bres: Ibsen, Adler, Joyce, Pirandello (a quien llama "nihi- 
lista optimista”) , Yung, Benjamin Crémieux, Waldo Frank, 
Gobineau, Giovanni Gentile, Julien Benda, Benedetto Cre- 
ce, Vico, Lévy-Bruhl, Hegel, Momsen, Treitschke. 

En la portada del cuaderno ha transcripto una senten- 
cia de Gracián (a quien considera como inspirador de Scho- 
penhauer y precursor de Nietzsche) : No hay cosa que no 
tenga su contrario con quien pelee, ya con victoria, ya con 
rendimiento... todo este universo se compone de contra 
rios y se concierta de desconciertos. 

En la misma portada, a continuación de la máxima 
precedente, en un recuadro de lápiz rojo y con letra más 
grande, ha transcripto estos versos de Fray Luis de León 
(a quien llama "el manso fraile”) : 

Con rigor enemigo 

Todas las cosas entre si pelean 

Y al pie de esta página escribió: "Releer, revisar, estu- 
diar incansablemente las obras maestras de los inmortales 
clásicos castellanosi” 

Mientras hojea febrilmente el cuaderno, dice, como 
para terminar con su tema predilecto de la lucha: "Y aho- 
ra, a deambular por el mundo, acaso por los pasillos de 
la Cámara de Diputados, o por el Jockey Club o por la 
calle, a estar prontos para repeler al bribón que prepaia 
alevosamente una puñaladita trapera, una estocada por la 
espalda, una agresión gratuita, una insidia bajuna . . . ¿Qué 
otra cosa es prepararse para la vida? Lo que se llama así 
es sencillamente prepararse para la lucha, para salir victo- 
rioso en el ininterrumpido combate que es la vida, tanto 
en el plano biológico como en el social y espiritual”. 


54 



Reyles cree firmemente que Europa no está en deca- 
dencia sino, por el contrario, en plena creación. Dice con 
brío: “El mito de la decrepitud o del ocaso de Europa es 
un mito pernicioso e imbécil. Europa sigue siendo el foco 
de luz, de espiritualidad, de cultura creadora y de energía 
más poderoso que ha dado la civilización. Los norteameri- 
canos tienen mucho que aprender de la vieja Europa de 
la que se ríen porque no la comprenden. He dicho vieja 
Europa, debo decir mejor, la milenaria y siempre joven 
Europa”. Para precisar lo que acaba de decir, añade: “Euro- 
pa ha perfilado un tipo superior de civilización. Aquí, cla- 
ro está, excluyo a Alemania que, bajo la hegemonía de 
Prusia, sólo inventó esa cosa horrenda y detestable que es 
la Kultur, abonada con el virus de Brandeburgo, elabora- 
da por Bismarck, Federico el Grande y el último Kaiser. 
En cambio París es la quintaesencia de la cultura universal 
y humana; es Lutecia y la ciudad que el Emperador Carlos 
V comparó, por su importancia, con el mundo; Francia es, 
en los vergeles espirituales del orbe, el árbol de Minerva, 
el don de lo ecuménico, el espíritu de la humanidad, la 
ironía alada, la gesta heroica, la elegancia, la transparencia 
de pensamiento, el altruismo dado en sus filósofos y en- 
ciclopedistas y en sus Revoluciones, el espíritu fraternal, 
el ánimo generoso, la gracia excelsa, el ingenio impon- 
derable”. 

No deja de ser sorprendente que en el elogio a Fran- 
cia, Reyles mencione, entre las virtudes de esa nación, sus 
Revoluciones. Cuando escribió La Muerte del Cisne pen- 
saba de modo diferente. 


55 



Algunas veces, Reyles se detiene a hablar de Georges 
Sorel y de sus Réfléxions sur la violénce. Pero se ocupa, 
más que de las ideas expuestas en ese libro, de la repercu- 
sión de sus doctrinas en la clase obrera francesa de comien- 
zos de este siglo. Reyles recuerda el entonces temido sindi- 
calismo “de acción directa” (en el que la idea soreliana de 
violencia ha dejado honda huella) como una racha de agi- 
tación estrepitosa e inoperante o contraproducente, “que 
parecía tener su finalidad en la práctica de la violencia a 
toda costa y no importa cómo”. Y agrega: “Es evidente que 
la corriente soreliana ha repercutido más en Italia que en 
Francia. Mussolini es un discípulo directo y personal de 
Georges Sorel. La verdad es que Sorel, fundador y teórico 
del sindicalismo, y Rossoni líder sindicalista, aportaron al 
fascismo una aplicación sistemática de la violencia”. 


En la evocación de paisajes, Reyles se muestra agudo 
y con una sensibilidad decadente. Aquí, la idea de quinta- 
esencia se infiltra en sus palabras y las tiñe con un matiz 
muy fin de siglo. Cuando su tono es vagamente nostálgico 
ya sabemos ¡por anticipado que su conversación va a des- 
embocar en el recuerdo de sus paseos por Niza y Monte- 
cario y en sus meditaciones de promeneur solitaire en la 
Cote d’Azur. Pero, al revivir esas meditaciones toma brío 
y teje un elogio exaltado a lo que él llama “espíritu depor- 
tivo” y “espíritu mercantil” (otra variante de su vitalis- 
mo) . No pierde oportunidad de burlarse del “odio inven- 
cible de los anacoretas por la vida”. Habla con deleite de 
la “gozosa civilización creada por Mónaco, hecha de juego, 
placer y amor; insuperable hedonismo que sale del majes- 
tuoso casino-templo de Montecarlo; todo ese conjunto di- 


56 



choso y espejeante que yo llamo el orden monegasco y el 
cetro casinesco”. 

Esboza una defensa del juego, “vicio hasta cierto punto 
saludable” (son sus palabras), y lo compara con algunos 
venenos “también saludables si su dosis no es excesiva, 
pues ahí se puede asimismo justificar el principio de la 
mesura y de la sabiduría délfica: nada de más”. Proclama 
que el Casino es “segura estación de psicoterapia”. Reve- 
rencia el juego como estimulante semejante a un alcohol y, 
por esa pendiente, reflexionando sobre el “duende casines- 
co”, el azar y el riesgo, llegó a justificar el principio de 
“vivir peligrosamente”. 

El tema del juego le trae a la memoria aquellas pala- 
bras del Jardín d’Épicure de Anatole France: “Les joueurs 
jouent comme les ivrognes boivent, comme les amants 
aiment, passionnément, aveuglement, poussés par une forcé 
irrésistible”. Ese tema trae anejo el del oro, con su “metafí- 
sica, su moral y su idealización”, que ya ha tratado en La 
Muerte del Cisne y en el mito de Mammón: “El oro es 
el habitáculo misterioso de la voluntad de dominación de 
los hombres y los pueblos, y representa valor humano, sus- 
tancia anímica, la virtud extractada de las generaciones 
que fueron, y es así como la semilla de la voluntad; el ger- 
men que atesora en potencia todos los actos del pensamien- 
to y todas las realizaciones del deseo”. 

Y en El Embrujo de Sevilla, dice: “Saltaba a la arena 
el primer toro con la muerte en los cuernos y la fortuna y 
la gloria en los morrillos”. 

El tema del juego lo lleva, por un sendero de asocia- 
ciones imprevistas, al del “placer inseparable de la vida”, 
“razón suprema de nuestro andar, ritmo inefable de la 
existencia, poder irresistible, a la vez apolíneo y dionisía- 
co y siempre de esencia pagana”. 


67 



Le preguntamos: ¿Está usted de acuerdo con estos ver- 
sos de Sainte-Beuve: 

Paganisme immortel, es-tu morú on le dit, 

Mais Pan tout bas s’en moque et la siréne en ritf 

Reyles exclama: “¡Claro que estoy de acuerdol” 

De ahí la conversación se desliza al tema del amor y 
de la mujer. Cuando habla de las mujeres, Reyles muestra 
una sensibilidad, estilo e imágenes característicos de 1900. 
Las siluetas femeniles son las de los cuadros de La Gándara, 
Boldini, Helleu, Caro Delvaille. Describe los semblantes 
y actitudes de mujeres que se parecen a las de los panneaux 
decorativos de Jules Chéret (que dan sabor al telón del 
teatro Grévin) o hacen pensar en Le gué, de Gastón La 
Touche, o en la Féerie intime de Albert Besnard o aún 
en Le Rocking-Chair de Edouard Vuillard; sugiere las fi- 
guras de la Confidence de Aman-Jean, o los dibujos a dos 
colores del ilustrador Roubille. 

Con tono gitano subraya la diversidad de matices que 
se descubre en las sonrisas de las mujeres que deambulan 
por el Casino o que se pasean por la costa de Niza, "cubiertas 
de sedas y encajes, resplandecientes de joyas, seguras de 
detentar el centro del Chifori, brindando las delicias del pe- 
cado, insinuantes y conscientes de ser sacerdotisas de Venus, 
de sugerir su sabiduría erótica en el afrodisíaco can-can de 
medía noche, bajo la luz turbia de las lámparas y de las 
miradas voraces de los hombres, l'odas las mujeres que se 
ven en la Cóte d’Azur son venusinas, desde las que ofrecen 
caras angelicales hasta las demoníacas: desde las que se 
mueven como lagartijas hasta las que se reclinan con el 
más refinado nonchaloir; desde las que iluminan su sem- 
blante con sonrisa de faunesa hasta las que aparecen re- 


58 



catadas y salidas de un convento. Queridos amigos, el mora- 
lista que no se rinda ante esta evidencia de la primacía 
de la vida es un puritano perverso, un hipócrita o un mal- 
hechor que merece nuestro desprecio. La seducción de esías 
virtuosas del placer es irresistible y no hay anacoreta ni 
cenobita que, frente a ellas, pueda evitar la condenación 
eterna. Todos los que contemplábamos a las venusinas de 
la Cote d’Azur nos sentíamos, y a mucha honra, condena- 
dos al segundo círculo del infierno de Dante. Las mujeres 
que deambulan por la Riviera son deidades enviadas por 
Afrodita para hacer de esta costa un sitio paradisíaco. Si- 
guiendo esa misma ribera hacia el Oeste, entre Cataluña y 
Perpiñán, ubicó Fierre Louys, con mucha razón, el país del 
Rey Pausóle, donde el amor era la única actividad de sus 
habitantes. El hombre atacado de lo que yo llamo el so- 
nambulismo de la razón razonante no tiene cabida en la 
Cóte d’Azur”. 


El tema de las religiones (salvo el paganismo griego 
del que tiene sólo una idea de sensualidad inmediata su- 
perpuesta a un hedonismo sin mácula) está ausente de la 
conversación de Reyles. Encuentra que el mito de Afrodita 
Urania es una de las grandes concepciones de los griegos: 
“una diosa del amor y de la belleza, en una proyección 
cósmica, es algo maravilloso”. Considera (en eso está muy 
cerca de Fierre Louys) que el cristianismo ha traído dema- 
siada tristeza a la humanidad, y que la ha envuelto, con 
su idea del pecado, en un manto de negrura y angustia. En 
algunos de sus juicios sobre el cristianismo se podía perci- 
bir holgadamente un matiz nietzschiano. 


59 



Reyles no tenía ninguna preocupación de carácter re- 
ligioso. 

Si habla de la mística (especialmente de la mística es- 
pañola que es la que conoce mejor) lo hace en un plano 
puramente estético y siempre la relaciona con el tránsito 
de la Edad Media al Renacimiento, o la aproxima a las 
novelas de caballerías, a la picaresca, al Romancero, al Poe- 
ma del Cid y otros cantares de gesta, al teatro anterior a 
Lope, al barroco, para señalar los rasgos cardinales de la 
literatura española, sin que aparezca el más mínimo senti- 
miento religioso. 


Después de haber reconocido algunas virtudes de la 
democracia y aceptado ciertas premisas de la justicia so- 
cial, Reyles se mostró “descreído de esas panaceas que pre- 
tenden redimir al hombre nivelando por abajo y menos- 
cabando la individualidad mediante un igualitarismo con- 
trario al orden natural y al orden social bien entendido". 
Hasta que un buen día expuso sin ambages sus ideas, cuan- 
do la discusión subió de punto. Basándose en principios de 
biología, hizo el elogio de la agresividad y del interés, del 
egoísmo vinculado a la apetencia de dirección, como “le- 
gítimos estimulantes de la acción y condiciones para alcan- 
zar el triunfo”. Considera la “voluntad de poder como 
fuente saludable de energía” y afinna que el “espíritu de- 
portivo y mercantil son capaces de hacer frente a las nece- 
sidades históricas del momento, dentro de la ordenación 
de la Sociedad de las Naciones o por encima de ella”. 
Hizo el elogio de la lucha (la lucha en sí) con plantea- 
mientos abstractos y reminiscencias de Heráclito (sin la 


60 



concepción dialéctica del filósofo de Efeso) , en términos 
tales que de ellos se podía deducir rápidamente la justifi- 
cación de la ley del más fuerte en el plano histórico, es de- 
cir, la apología del imperialismo. Ahí sus ideas perdieron 
su propio rumbo y desvirtuaron un principio dialéctico 
que le había servido de punto de partida, para terminar 
en un fijismo sin salida: la lucha en sí, la violencia en sí, 
la fuerza en sí. 

Dice Reyles: “El hombre ha dejado de ser la medida 
de todas las cosas”. Y agrega: “En el fondo de la conducta 
humana está la pugna entre Apolo y Dionisos. En la corri- 
da de toros también está patente esa lucha sin fin. El ori- 
gen de la Tragedia ayuda a entender las perspectivas del 
destino del hombre”. Llama a su autor “el formidable Niet- 
tsche”. En ese momento coincide con el punto de vista 
nietzschiano: está contra la idea moderna de igualdad que 
le parece un “falso valor” y prefiere una política aristociá- 
tica si se apoya en valores de energética. 

Cita a Spengler, expone las ideas de la Decadencia de 
Occidente y asevera que en los acontecimientos contempo- 
ráneos se puede notar una confirmación del concepto de 
untergang y de los estadios y ciclos según el criterio spen- 
gleriano cuando se considera el “peligroso avance de las 
masas populares y trabajadoras”. Subraya, con indisimula- 
da admiración, ciertas expresiones de lo demoníaco que 
él cree descubrir en una contradictoria ideología de la 
fuerza o en una “metafísica del oro”, en la que cabe per- 
cibir un acento de jactancia y acaso de despecho. Esa ideo- 
logía y esa metafísica se enredan con elementos caducos 
procedentes de algunos torbellinos de utopías que circula- 
ron por los pasillos y entretelones de 1900. 

De pronto, deja ver su desdén por V Avenir de la Scien- 
ce de Renán y por la concepción de progreso de Berthelot 


61 



(en realidad, Reyles no comprendió la actitud científica 
de Berthelot ni advirtió que el creador de la termoquímica 
fue el último sabio que realizó la proeza de abarcar todo 
el saber de su tiempo) . No se ve bien si Reyles está con 
Renán, que preconiza la conjunción, en una armonía su- 
perior, de la ciencia, la poesía y la moral, o si está con 
Brunnetiére que anunció la quiebra de la ciencia. Hace 
objeciones al pragmatismo de James al que llama “una fi- 
losofía para uso de los fabricantes de productos porcinos 
de Chicago”. Lo que dice de la Action Frangaise es confu- 
so: simpatiza con las teorías del “nacionalismo integral” 
pero no se pronuncia acerca del principio de monarquía 
hereditaria, tradicional, antiparlamentaria y descentraliza- 
da que es el objeto primordial de esa organización ultra- 
rreaccionaria. Se deja seducir por la prédica de Charles 
Maurras, trata de justificar su “chauvinismo” extremo y 
hasta parece inclinado a compartir su actitud de “reivindi- 
car con razones laicas la primacía de la Iglesia Católica 
como instrumento eficaz para impedir el acceso de las ma- 
sas trabajadoras al poder político y económico”. Pero en 
cambio, ataca a León Daudet y dice que éste, con su libro 
“El estúpido siglo XIX”, no hizo más que una “elucubra- 
ción estúpida, deleznable e irritante”. Cree que sería más 
lógico, en lugar de la restauración monárquica, “un gran 
estadista, civil o militar, poco importa, pero que no fuera 
un nuevo Boulanger”. Reyles admira el nacionalismo que 
se refleja en la literatura, en Maurice Barrés o en René 
Bazin, más que en la doctrina ortodoxa de la Action Fran- 
gaise, formulada por Charles Maurras. 

El juicio que hace sobre Mussolini es tan breve como 
incompleto y superficial. Señala en el Duce “decisión, ener- 
gía, voluntad y carácter”. Pero se abstiene de estudiar el 
estado de Italia al salir de la primera guerra mundial y los 


62 



móviles de la marcha de los Camisas Negras sobre Roma 
en octubre de 1922. No dice ni una palabra sobre la repre- 
sión instaurada por la dictadura fascista ni sobre el Sena- 
do Corporativo ni sobre el cesarismo mussoliniano, ni so- 
bre los confinados políticos en las islas Lípari. Le habla- 
mos del asesinato de Matteoti y de la restauración de la 
pena infamante, y él se limita a decir débilmente que esos 
hechos “ciertamente hay que lamentarlos, pero no son im- 
putables a ese régimen”. Parece admirar la marcha de D'An- 
nunzio sobre Fiume en setiembre de 1919, pues señala la 
“arrogancia” del autor de El Fuego, montado en su brioso 
corcel como un guerrero medieval al frente de sus huestes 
empenachadas. Reyles estima que el fascismo es, sobre to- 
do, un hecho espectacular, y como tal lo repudia con cri- 
terio estético, no ideológico. La verdad es que Reyles no 
se detiene a considerar la estructura del Estado fascista. 

En cuanto a Primo de Rivera, si bien no lo defiende, 
tampoco lo censura: se advierte que el dictador español 
no le es antipático. Ahí, Reyles se acuerda de la “gentile- 
za” del Presidente del Directorio Militar cuando lo cono- 
ció en Andalucía en momentos en que, con motivo de la 
publicación de El Embrujo, el novelista recibió el título de 
“hijo adoptivo e ilustre de Sevilla”. Reyles se acuerda com- 
placido de las frases amables que le dirigió el dictador. Ni 
una palabra de censura para el destierro de Unamuno y 
el cierre del Ateneo y universidades. Tampoco le es anti- 
pático el Rey Alfonso XIII. Ni una palabra de crítica al 
hablar del último Borbón. Hasta cuando se refiere a la 
guerra de Mairuecos se muestra indulgente para con el 
monarca y trata de cohonestar la gestión del trono en esa 
desastrosa guerra colonial. Sobre el panfleto de Blasco Ibá- 
ñez, del que aquí se conocía solamente la versión francesa 
(Alphonse XIII démesqué) no hace ningún juicio. Se limi- 


63 



ta a decir que el apasionamiento polémico ha sido violento 
y que es muy difícil y prematuro establecer responsabili- 
dades en lo que se refiere a las causas y desarrollo de la 
guerra del Rif. 

Reyles intenta una justificación de la dictadura de Pri- 
mo de Rivera basándose en las ideas de “nacionalismo in- 
tegral” de Charles Mauiras y de la Aciion Frangaise. En el 
terreno de la discusión teórica, los que estábamos presen- 
tes en ese momento atacamos a Charles Maurras por to- 
dos lados. Reyles se batió en retirada ensayando, como 
último argumento, el manido esquema de la tradición co- 
mo salvaguardia de una cultura o una expresión nacional. 
Por ahí también le discutimos. No se puede hablar de tradi- 
ción en forma tan abstracta y con tanta vaguedad: Reyles 
no distingue la diferencia entre la tradición obliterante que 
es la rutina, y la tradición creadora que avanza por el ca- 
mino de la historia. 


Reyles habla de la “potencialidad de la era industrial” 
y de los problemas político-sociales relacionados con ella 
y dice: “el buen burgués, por sus fallas irreparables, está 
condenado a morir sin honor y sin gloria: no supo con- 
vertir la riqueza en libertad y justicia. La revolución que 
estamos viviendo y que abarca un radio difícil de medir, 
arrastra inexorablemente a la sociedad burguesa al abismo”. 

Después de pronunciar estas palabras categóricas, que 
podría suscribir un marxista ortodoxo, le preguntamos qué 
caracteres reviste la revolución a que acaba de referirse. Y 
aquí aparece Reyles en el mundo de la ficción. La idea de 
revolución, en Reyles, además de ser mítica, prescinde de 


64 



los datos de la historia, de la economía, de la sociología y 
de la política. La revolución, tal como él la supone, es 
muy obscura en cuanto a sus caracteres, y elemental en 
cuanto a su proceso y eventual desenlace. De la exposición 
de Reyles no se puede deducir si el derrumbe de la bur- 
guesía de que habla ocurrirá como consecuencia de la to- 
ma del poder por el proletariado o por operación mágica 
y providencial para dejar sitio a una forma esquemática de 
la tecnocracia “en la que los intelectuales tendrían la pa- 
labra”. Reyles piensa, según se desprende de su larga ex- 
posición, en una especie de torbellino apocalíptico que 
privará al mundo de la ordenación apolínea, después de 
lo cual vendrán, como por arte de encantamiento, la cor- 
dura y la fuerza encauzada “para poner las cosas en su 
sitio”. 


Cuando le pedímos que explique cómo será desplazada 
la burguesía, responde: “el imperio de la burguesía es la 
esclavitud política y económica de los pueblos débiles, el 
capital opresor, la holganza desvei^onzada de unos y el 
trabajo forzado de otrc» que son los más, la iniquidad, la 
mentira y el privilegio. El derrocamiento de esta clase so- 
cial lo harán hombres que pertenezcan a la misma y que 
reflejen su cultura y su capacidad técnica. La revolución 
será obra de lo que yo llamo la voluntad de conciencia, 
unida al ímpetu bélico, a la voluntad de posesión y de 
creación”. Y agregó: “Nietzsche, como me lo han oído de- 
cir más de una vez, no vio ni vislumbró siquiera que la 
voluntad de dominación (cimiento de su filosofía) engen- 
dra la voluntad de conciencia”. Y luego de una pausa, dice: 
“volviendo al tema de la revolución, debo añadir que no 


65 



creo que la gran insurrección que arrasará al régimen bur- 
gués se realice tal como la hicieron los bolcheviques en 
Rusia. Es un poco difícil y bastante arriesgado hacer pro- 
fecías desde aquí acerca de la posible duración histórica 
del Soviet. Creo, en principio, que la colectivización de la 
propiedad es una utopía perniciosa, y ahí incluyo al mar- 
xismo, a la Comuna de París, a los jacobinos de Babeuf, al 
comunismo, al socialismo y a otras fantasmagorías sociales. 
Lo que sabemos claramente es que Lenin hizo la revolu- 
ción rusa con El Capital de Marx en la mano. Pero en 
cuanto a la NEP, es decir la nueva pedí tica económica 
del mismo Lenin, al concepto de dictadura del proletaria- 
do y al plan quinquenal de Stalin, las noticias que nos 
llegan no aclaran nada. La Rusia comunista sigue siendo 
una gran nebulosa. Yo, como individualista irreductible, 
rechazo de modo rotundo la socialización que predican los 
dirigentes soviéticos”. 

Cuando habla de ese tema, cita con frecuencia a Ber- 
diaeff, las memorias de los rusos blancos emigrados en 
París y los folletos de propaganda del grupo «te Kerensky. 

“Yo tendría confianza, dice Reyles, en una organiza- 
ción mundial dirigida por un Clemenceau o un Lloyd 
George, o un Poincaré, y (subrayó con ironía) acaso un 
Talleyrand o un Teodoro Roosevelt, que es más expediti- 
vo que el presidente Wilson, aunque ni Roosevelt ni Wíl- 
son saben lo que es Europa”. 

Alguien le preguntó a Reyles qué pensaba del nazis- 
mo germano y de su líder Adolfo Hitler, que ya aspiraba a 
tomar el poder en Alemania. Reyles contestó: “Hidw ca- 
rece de originalidad. Es un imitador servil de Mussolini: 
desde el saludo con el brazo estirado hasta te aparatosidad 
y teatralidad de emblemas y ademanes, todo es un plagio 
del modelo italiano. Pero Hitler pone en todo- elk) una 


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pesadez teutona que lo hace insoportable". 

ReyJes que es germanóíobo siente antipatía por Hi- 
tler y el nazismo nada más que porque éstos son alemanes. 
No hace ningún juicio sobre lo que hitlerismo representa 
desde el punto de vista político, social y económico, ni alu- 
de a las expediciones punitivas ni a las persecuciones ra- 
ciales ni a las hogueras de quemazón de libros que, desde 
aquellos tiempos, eran capítulos importantes en las prácti- 
cas del nazismo. 

Se pueden registrar ciertos cambios en la ideología de 
Reyles. Algunas veces mostró inclinación y respeto por la 
democracia. Otras, su posición fue claramente antidemo- 
crática. Cuando piensa como un oligarca, su viejo feuda- 
lismo criollo, afianzado por su acción en la Federación Ru- 
ral, se debilita sin desaparecer del todo, para aceptar la 
civilización industrial, el "espíritu ma*cantil" (que él lo 
superpone al “espíritu deportivo") : Reyles se presenta asi 
con la mentalidad del panegirista de la empresa privada 
que, en nombre de la gran producción, aspira a instaurar 
un orden basado en el capital monopolista, bajo la supre- 
ma potestad de Mammón. Y cuando, con esa ideologíá, 
habla de mgoramiento social y económico, me hace pensar 
en aquello que dice Paul de Saint-Victor refiriéndose al 
padre de Mirabeau: il préchait le progrés du haut d'un 
donjon. 


Me ha parecido inexplicable que Reyles, con todo lo 
que había viajado, jamás se supiera orientar en las ciuda- 
des, ni siquiera en aquellas en que más tiempo vivió. Ni 
en Montevideo, ni en Buenos Aires, ni en las urbes espa- 
ñolas, ni en París. 

Si se aventuraba a andar solo por la calle, en seguida 


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se perdía y se veía en la necesidad de tomar un taxi. No 
reconocía los barrios, ni recordaba la disposición de las 
calles, ni retenía las coordenadas establecidas por las gran- 
des avenidas, ni identificaba los puntos de referencia que 
significaban los grandes parques o los monumentos. 

De Montevideo conocía solamente la plaza Constitu- 
ción, la calle Sarandí hasta la plaza Independencia y las 
primeras cuadras de 18 de Julio. Lo demás era una nebu- 
losa de barrios alcanzable en auto y con chófer. 

Su conocimiento de Buenos Aires se reducía a la calle 
Florida delante del “Jockey Club”, y a la avenida Alvear 
frente a Palermo. Su radio en Madrid era la calle de Al- 
calá, la Puerta del Sol y el Paseo de la Castellana. 

En París, su horizonte consistía en los Campos Elíseos, 
la plaza de la Concordia y los Grandes Bulevares, sin ale- 
jarse de la ópera. Las otras calles parisienses, desde Mont- 
martre hasta el Quartier Latin y hasta Montparnasse eran 
un dédalo que él cruzaba desde el fondo mullido de su 
limousine, carente de brújula y de sentido topográfico. 

,He supuesto que esta incapacidad de orientación po- 
dría explicarse por esta causa: Reyles, durante toda su vi- 
da, se acostumbró a salir en su coche y confió al chófer el 
cuidado del rumbo. Él viajaba distraído o conversando con 
algún amigo que le servía de guía y de auditor, y jamás fijó 
su atención en los puntos cardinales de la ciudad: sólo re- 
paró en la calle como espectáculo. 


Una mañana brumosa, Reyles se puso a ordenar, con 
cierta lentitud, su biblioteca. Después de alinear algunos 
libros en el estante superior, detuvo su mirada en E^a de 
Queiroz, Jean Lorrain, Huysmans, Maupassant, Daudet. 


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Luego de algunas vacilaciones, cambió de sitio una colec- 
ción de la Nouvelle Revue Fran^aisc, para tenerla más cer- 
ca de su mesa de trabajo. “Esta revista —dice— es el faro 
y el meridiano de la literatura de nuestro tiempo”. Con 
una sonrisa amable consideró la primera página del Ulises 
de Joyce, traducido por Larbaud. Revisó con prolijidad, 
en otro estante, los últimos números de la Revista de Occi- 
dente y de la Revue des Deux Mondes. Después, guiado 
por no sé qué criterio de clasificación, agrupó, en un án- 
gulo, a Gorid, Martin Fierro, Juan Valera y Proust. “Tengo 
que releer los últimos tomos del Tiempo Perdido que son 
de una densidad y profundidad inalcanzables”, dijo con 
tono seguro. La Bien Plantada de Eugenio d’Ors quedó en 
compañía de Wilde, del Aretino y del Vicario de Wake- 
field de Goldsmith. Las Sonatas de Valle Inclán se encla- 
van entre Goldoni y Paul Hervieu, no lejos de los cuentos 
de Perrault y de los poemas de Poe traducidos por Ma- 
llarmé. Sacó de un estante Mensonges de Paul Bourget, e 
hizo en el margen de una de sus páginas una raya con lá- 
piz, mientras decía, como hablando consigo mismo: “este 
pasaje es notable” (se refería a la visita de Suzanne al Lou- 
vre, acompañada por su amante joven) . Cuidadosamente, 
entre cuadernos de notas, acercó las poesías de Anna de 
Noailles a las novelas de Colette y al teatro de Leandro 
Fernández de Moratín. Hojeó con atención y visible delei- 
te Les Contes de Jacques Tournehroche de Anatole France 
y Le Livre des Masques de Remy de Gourmont. Tomó de 
la mesa un diminuto volumen de las poesías de Leopardi, 
primorosamente encuadernado y, provisto de una lupa, le- 
yó algunas estrofas en alta voz, con un discreto énfasis va- 
gamente romántico. Con tono muy diferente, leyó con voz 
opaca, algunos poemas de Prosas Profanas, interrumpién- 
dose para exclamar: “Esto es lo más hermoso que ha dado 


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la poesía de América!” Finalmente, puso los Sueños de 
Quevedo junto al Sueño y su interpretación psicoanalitica 
de Freud (en la traducción francesa de Les Documenis 
Bleus). 

Después de hacer este ordenamiento aparentemente an- 
tojadizo, apartó una novela de la Pardo Bazán, “para leer- 
la esa noche”. 

Frente a los estantes de su biblioteca, Reyles recordó 
esta anécdota y estas palabras de Clemenceau; “Se cuenta 
—dijo— que cuando el gran político estuvo internado en 
un sanatorio quirúrgico, una monja asombrada de la can- 
tidad de volúmenes que leía el estadista, preguntó a éste 
si tantos libros le habían dado la felicidad. A lo que Cle- 
menceau respondió: Non, ma soeur, mais ils m’ont permis 
de m’en óasser”. Y Reyles añadió sentencioso: “Gran de- 
cir”. ‘ 

Oyéndolo conversar se llega claramente a esta conclu- 
sión: Reyles narra mejor cuando habla que cuando escri- 
be; un relato, si lo hace oralmente, es más vivo, más ágil 
de estilo, más agudo en el detalle revelador de una situa- 
ción o de la conciencia de un hombre, que cuando lo hace 
con la pluma. Es en la conversación donde Reyles sabe 
dar a sus narraciones más fuerza, más pujanza, más calor 
en la presentación de los personajes, más brío en sus diá- 
logos, más proyección en la figura humana. Aun el arte 
de la composición revela más sabiduría en el relato habla- 
do. Parecería que a Reyles, la sustancia narrativa se le 
enfriara y se le diluyera cuando la pule y la decanta al 
pasarla por su pluma. 

Esta distancia entre la conversación y los libros de Rey- 
les me ha hecho pensar en lo que dicen los lingüistas acer- 
ca de la diferencia entre la lengua hablada y la lengua es- 


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crita, como medios de expresión disímiles y como hechos 
psicológicos y sociales cuyo alcance, dimensión y matices 
no son los mismos. 


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COLOFON 

Este tercer volumen de la colección “Ensayo y 
Testimonio” de la editorial ARCA se terminó de 
imprimir en forma cooperativa en Comunidad del 
Sur, Canelones H84, el mes de marzo de 196G. 

1. — Mario Arregui: Líber Falco 

2. — Ezequiel Martínez Esitiada: El her- 

mano Quiroca 




Este libro, que constituye uno de los más jugosos v 
precisos documentos que poseemos sobre Carlos Reyles, es 
también, de manera indirecta y sobria, uno de los más exac- 
tos testimonios tjue nos quedan sobre la personalidad de 
su autor. Frente a un Reyles enérgico, seguro, ágil, comba- 
tivo, al que oímos hablar mientras anda nervioso por una 
habitación un poco tantasmal, está, como en sordina, la 
presencia de Gervasio (iuillot Muñoz. No se describe, no 
subraya su propia presencia por ningún gesto ostensible, 
pero aun su silencio se define de modo contrastante, conio 
la sombra del fotógrafo tpie cae en medio de las figurasll' 
que quiere fijar. 

No es sólo un retrato de Reyles lo que aquí se ofrece, 
es también un juicio, un juicio hecho con admiración y 
con humana simpatía, pero con la severitlad, con la luci 
dez intelectual y la devoción por la razón de alguien ei 
quien se advierte una formación cultural tjue viene en I; 
línea de Descartes y de los Enciclopedistas.