LA COIMVERSACIOIM DE
CARLOS
REYLES
GERVASIO
GUILLOT
M G IM O Z
^RC/I / ensayo
y testimonio
LA
CONVERSACION DE
CARLOS REYLES
GERVASIO
GUILLOT
MUÑOZ
LA
CONVERSACION
DE
CARLOS
REYLES
Prólogo de Dosé Pedro Día;
COLECCION:
ENSAYO Y
TESTIMONIO
ARCA/Montevideo
Copyright by; Editorial Arca
Arquímedes 1187, Montevideo
Queda hecho ei depósito que marca la ley.
Printed in Uruguay. Impreso en el Uruguay.
Prologo
Este libro, que constituye uno de los más jugosos y
precisos documentos que poseemos sobre Carlos Keyles, es
también, de manera indirecta y sobria, uno de los más exac-
tos testimonios que nos quedan sobre la personalidad de
su autor.
Cuando lo leimos por primera vez, hace ya algunos años,
atendíamos sólo a la figura de Carlos Reyles que allí que-
daba en pie; el autor, Gervasio Guillot Muñoz, era nuestro
amigo, reconocíamos simplemente su presencia en el tono
de su texto, que nos era familiar, pero no fijábamos nues-
tra atención en ello. Ahora, cuando sólo nos queda el libro
y lo releemos a mayor distancia, el cuadro que nos ofrece
se nos hace mucho más rico, porque esa figura de Reyles
que nos evoca aparece, por lo pronto, acompañada, y ade-
más rodeada por el cálido aire de época que el autor fijó
de manera lúcida y eficaz.
Son dos. ahora, las figuras que se hacen intensamente
presentes para el lector; la del mismo Carlos Reyles, enérgi-
co, seguro, ágil y combativo, al que oímos hablar mientras
anda nervioso por una habitación un poco fantasmal en
la que además de su silueta sólo se vislumbran a veces, en
la penumbra, los lomos de algunos libros en ediciones de
Gallimard o de la Revista de Occidente; mientras anda ha-
ce restallar afirmaciones rotundas y paradógicas, aventurán-
dose hasta el borde, y a veces más allá, del caprichoso atre-
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vimíento intelectual; pensando y hablando como quien hace
esgrima y decide su golpe por un movimiento de su decisión
o por una demora de su adversario antes que por una ne-
cesidad de la razón, y habitando todavía en parte un ilusorio
reino de pionero rural, de gran señor de campos y de ha-
ciendas que sólo conserva en sus recuerdos, como conserva
el esplendor dorado de algunas brillantes temporadas de
Niza, Andalucía o París. Pero frente a él, y un poco de
lado, atenta, vigilante, exacta, está, como en sordina, la pre-
sencia de Gervasio Guillot Muñoz. No se describe, no sub-
raya su propia presencia por ningún gesto ostensible, pero
aun en su silencio se define de modo contrastante, como la
sombra del fotógrafo que cae en medio de las figuras que
quiere fijar. Esta imagen no sólo está presente como lo está
siempre la del autor de un libro, implícita, sino que vive,
además, como protagonista de ese mismo libro, como activo
testigo, digamos mejor que como discreto deuteragonista
que intervino en esas escenas que evoca y que su nítida me-
moria —ayudada sin duda por el hábito de anotar con opor-
tunidad las frases escuchadas y las reflexiones que le moti-
varon—, guardó con precisión para nosotros.
Su modalidad personal y sus virtudes intelectuales se
hacen aquí evidentes: son su escrupuloso deseo de precisión,
su voluntad de deslindar y precisar ideas y valores y de re-
conocer su genealogía, su claridad para situarse adecuada-
mente en el campo de la historia de las ideas sin descuidar
la importancia de sus cz)ndicionantes generales; pero, tam-
bién, su gozoso reconocimiento de los valores de lo indivi-
dual y de su deleite por reconocer y comunicar el exacto
matiz de un aspecto de una personalidad o de un detalle
dentro de un cuadro de color local.
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Esa figura lateral y acaso un poco borrosa del cuadro
—que no por borrosa es menos evidente— es la que está
ofreciendo las pautas para medir la riqueza, la gallardía,
la exactitud o el desafuero de los gestos del protagonista:
por eso no es sólo un retrato de Reyles lo que aquí se ofre-
ce, es también un juicio, un juicio hecho con admiración y
con humana simpatía, pero con la severidad, con la lucidez
intelectual y la devoción por la razón de alguien en quien
se advierte una formación cultural que viene en la línea de
Descartes y de los Enciclopedistas.
Pero además, este pequeño libro es también un fino
testimonio de época. Los libros que se citan y las ideas que
se discuten están situados en el ámbito de cultura europea,
predominantemente francesa, que constituyó el gran aporte
nutricio de esos años. Durante la década del 20 Gervasio
Guillot Muñoz había publicado sus primeros libros: Lau-
tréamont et Laforgue, escrito en francés, en colaboración
con su hermano Alvaro, en 1925, y el libro de poemas Mi-
sainé sur Vestuaire (1926) . Sus trabajos literarios aparecían
en la revista que fundara con su hermano y con Alberto
Lasplaces en 1925, La Cruz del Sur y que constituyó, con
La Pluma, uno de los dos núcleos culturales más importan-
tes de la generación del centenario. Por su parte, el propio
Reyles había vivido largas temporadas en París y le era
familiar la cultura francesa. Todo ello proporciona el con-
texto cultural natural de estas “conversaciones”. En ellas se
pone en evidencia un gusto estético muy afinado, que no
impide una lúcida preocupación por la hora histórica que
se vivía; aunque quienes conversan tienen a menudo posi-
ciones muy diferentes ante los hechos, ambos están unidos
por el deseo de comprenderlos plenamente. El autor señala.
7
al principio de su trabajo, que conoció a Reyles en 1929 y
lo trató hasta 1933. Son los años de la crisis, y las conve*
saciones giran a menudo en tomo de los grandes temas del
momento: la vida de los partidos políticos en el Uruguay,
las figuras de Mussolini o de Primo de Rivera, el porvenir
de la “era industrial” ... Lo que el autor calló es la razón
por la que dejó de tratar a Reyles en 1933: en aquella fecha,
y con motivo del golpe de estado de Terra, Gervasio Guillot
Muñoz vivió desterrado en Buenos Aires y no retomó a
Montevideo hasta 1942. Durante ese lapso hizo un viaje a
Europa como delegado de los comités de ayuda a los refu-
giados españoles en Francia y retornó cuando la guerra ya
había estallado, en el último barco que partió de Le Havre
con destino al Río de la Plata. Entre tanto, en 1938, Reyles
había muerto.
Ese viaje cerró un ciclo de su vida y abrió otro. A su
vuelta fue profesor de Historia y de Literatura y luego Ca-
tedrático de Literatura Francesa en la Facultad de Humani-
dades y Ciencias. Fmtos de este período son sus estudios
sobre Proust y este mismo trabajo sobre Reyles que hoy
damos en su segunda edición. Trabajaba también —y el
material que dejó al morir, en 1956, debe ser aún ordenado
y revisado— en un libro que recogería su testimonio de los
diferentes cenáculos que había conocido.
José Pedro Díaz
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Ck>nod a Carlos Reyles a fines de diciembre de 1929,
en Montevideo, y lo frecuenté hasta comienzos de 1933. Lo
oí conversar muchas veces (casi siempre exponer, algunas
veces dialogar y discutir) .
El presente trabajo se propone ser un testimonio. En
él me he esforzado por llegar a la mayor aproximación po-
sible de esa conversación; he recogido las ideas y palabras
del escritor a veces textualmente, otras en forma sintética,
pero sin vulnerar un ápice la fidelidad.
Espero que este trabajo contribuya a hacer conocer
mejor a Reyles, ya que lo presenta en su aspecto cotidiano,
en su ideología al desnudo, acaso en sus intenciones y pro-
yectos y aun en su pensamiento inédito.
En un primer encuentro es poco probable que Reyles
se revele como maestro en el arte de la conversación. Su pa-
labra parece opaca, algo vacilante, inexpresiva y hasta pro-
pensa a la trivialidad. Pero si el tema le interesa (la pintu-
ra impresionista, o la esgrima, o la poesía gauchesca) , y más
aún si lo apasiona (la corrida de toros, o la discusión esté-
tica sobre la novela, o el conceptismo de Gracián, o la copla
andaluza) , Reyles se muestra de inmediato como el diserto
más agudo y perfilado que se pueda encontrar .
Él es capaz, entonces, de administrar bien la poca voz
de que dispone, y sabe modelar el tema, extenderlo con dis-
creción, ubicar sutilmente sus ideas (si se trata de una expo-
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sición teórica) , darles brillo y “largo alcance”; arquearlas
con flexibilidad y una elegancia un poco altanera (muy de
Reyles) y terminarlas en un estilo cortante, casi aforístico.
Pero, sobre todo, tiene el don narrativo, el colorido y la
riqueza verbal, el matizado en la fonación y en la frase,
el brío para subrayar la intensidad de una escena (la caída
de un picador contra un burladero de la plaza o la copla
de un “cantaor” sonámbulo en la calle de las Sierpes) ; sa-
be comunicar, en sottovoce, la desventura de un ser huma-
no acosado y ultrajado (una gitana en el suelo cerca de la
mezquita de Córdoba) ; poner el acento donde el relato
culmina (una riña con arma blanca al borde de una can-
tera abandonada) . Posee la rapidez de captación del rasgo
que va a dar toda la intensidad a un personaje (el matrero
que toma agua de una cañada antes de desaparecer en la
Sierra de Tambores) .
Tiene, además, una sabiduría para hacer pausas y re-
currir al gesto, a la extraordinaria expresividad de sus ma-
nos (cuando analiza la dinámica del toro, su embestida, su
corpulencia, su celeridad) . Variando su gesto, como si con
sus dedos pudiera percibir y detener los imponderables, se
deleita en glosar un retruécano quevediano o una frase de
El Discreto o Le Cantique des Colorines, de Valéry.
Reyles es un conversador de pequeño círculo, sin nin-
guna condición para descollar en una vasta asamblea.
En la conversación, cuando el auditorio es propicio,
expone ensayos que son revisión de premisas deontológicas
(tema muy de su gusto), esbozos de cuentos, glosas sobre
estética y expresión plástica, esquemas de diálogos filosó-
ficos, donde estudia la pugna de las ideologías de principios
de siglo.
Los rasgos cardinales del pensamiento y del estilo de
Reyles aparecen a menudo con una claridad más irradiante
10
y hasta (si tiene que atacar la hipocresía, por ejemplo) con
una dignidad más luminosa que en sus propios escritos.
Había momentos en que el espíritu de Reyles parecía vivir
en continuo devenir, en una ardua aventura de comproba-
ciones conceptuales, en una búsqueda ardiente de solucio-
nes concretas sobre la base de la sinceridad para consigo
mismo y la autenticidad, en una inquietud enaltecedora
(cuando fustiga la farsa de los apóstoles venales y de los
espiritualistas impostores) .
Toda esa discusión y revisión de conceptos, toda esa
abundancia narrativa, daban al auditorio la idea de que
Reyles mantenía intacto o acaso más pujante su poder de
creación.
Su desvelo por desintegrar los ingredientes de la moral
basada en el renunciamiento a los deleites del mundo; su
desprecio por una forma de la contemplación que oculta
una cobardía; sus esparcimientos meditativos que lo llevan
a maldecir al puritanismo y al ascetismo; su manera de en-
sanchar los horizontes de cada conocimiento firme (por
ejemplo, la dialéctica de Heráclito o la cultura mudéjar)
y de ordenar los datos de los problemas que estudia y plan-
tea con tanta vehemencia como originalidad (le interesa
mucho el tema de la epistemología) , todo ello parece ser
manifestaciones de un espíritu erguido y de una inteligen-
cia alerta como un puesto de observación.
Desde una altura estratégica que le permite abarcar
holgadamente las sinuosas postrimerías del siglo XIX y
el comienzo del XX, sondea la lejanía del espacio, de donde
(en medio de un fárrago de construcciones heteróclitas)
emergía la cosmópolis expresada en la Exposición Univer-
sal de París en 1900; escruta la vida de las ciudades, con
su dinámica, sus emporios y su densidad. Él tiene una sen-
sibilidad muy aguda y ramificada que le permite percibir
11
los cambios en los climas culturales de Europa (señala con
acierto la trayectoria que se extiende desde la novela natu-
ralista hasta Wilde y Jules Romains, o la curva de la filo-
sofía desde Bergson hasta Benedetto Croce y Keyserling)
y vibrar con las obras que le aportan alguna confirmación
de su vitalismo hedonístico. Posee una antena flexible que
le permite captar lo deleitoso que hay en una idea, en una
conjetura, en una actitud frente a la vida (siempre en el
plano de lo cirenaico) . Pero él busca la acción y no admite
que el reverenciar la potestad del placer disminuya las vir-
tudes actuantes ni sea incompatible con la apetencia de se-
ñorío o con la nietzschiana voluntad de poder. Reyles aguza
su atención para acechar los cambios que ofrece el desen-
volvimiento de los hechos tanto del mundo físico como del
mundo moral, pero casi siempre los interpreta de acuerdo
a la mitología de Mammón que él ha reinventado para su
uso personal o como último argumento en sus eventuales
polémicas ideológicas.
La agudeza de su inteligencia se aplica a investigar las
causas de ciertos espejismos ontológicos, de los supuestos
más antojadizos y a desglosar los “psiqueos” simples de los
heteróclitos. Pero casi siempre su punto de partida en
esa investigación, está falseado por su esquema de acción,
voluntad y hedonismo, por el uso y el abuso de una pre-
figuración mítica y utópica (en el fondo muy burda) del
oro. Cuando habla del oro lo hace como un escolástico y
un fijista que cree llegar a lo concreto, y en verdad no
puede salir de lo abstracto; que supone ser realista y queda
en el plano mágico: el orden establecido por Mammón, pa-
nacea y cuento de hadas, sin discriminar las circunstancias
que provocan los conflictos entre capital y trabajo.
Reyles expone oralmente las ideas del tomo III de sus
Diálogos Olímpicos (“Pallas y Afrodita”), en el que traba-
12
ja metódicamente desde hace tiempo. En esa exposición ha-
blada, Reyles muestra un pensamiento más ágil y más per-
filado que en los tomos anteriores de la misma obra. Sus
análisis parecen más hondos y más ceñidos, su dialéctica
más fina (más cerca del rio de Heráclito y de las fuentes
hegelianas), sus conclusiones más ecuménicas, sus postula-
dos más generosos, más a tono con la tolerancia, con la li-
bre discusión y con el afán de mejoramiento de la condi-
ción humana. Las ideas se funden unas en otras (hay aquí
lejanas reminiscencias de Fouillée y de Guyau) creando
síntesis muy claras acerca de cómo el arte es inseparable de
las otras formas de la actividad del hombre, así como de
las instituciones y de los más decisivos fenómenos sociales.
Y en esa euritmia de ideas bien entrelazadas unas con otras
entre las que brilla alguna paradoja (por ejemplo, el jue-
go situado entre el hedonismo y la energética) se destaca,
al terminar el tema, algún apotegma ágil que se mueve en
tomo a un eje de pensamiento vertical acerca de la digni-
dad del hombre: de modo categórico Reyles condena las
actitudes claudicantes y las acrobacias oportunistas, las an-
danzas palaciegas y obsecuentes de algunos caudillos de club
político de barrio, las promesas demagógicas de ciertos le-
gisladores a su electorado en época de propaganda comi-
cial. A menudo le he oído decir: “Si es vituperable la ex-
plotación del hombre por el hombre, no lo es menos la
explotación del votante por el político”. Habla a veces
con tono desdeñoso de los políticos, sin discriminación de
ninguna índole, repudiándolos globalmente y sin ambages,
cuando advierte que "los problemas de la cultura no con-
mueven a los señores legisladores”. Su apolitiásmo es cir-
cunstancial y responde a algún arranque malhumorado; y
cuando lo expone con alguna vehemencia su lenguaje toma
un tinte vagamente anarquista y echa mano a argumentos
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que se acercan a ciertas formas de pragmatismo. (Por otra
parte, no olvidemos que Reyles había militado en política
en el Partido Colorado, siendo uno de los líderes del club
“Vida Nueva”) .
Cuando habla del III tomo de sus Diálogos Olímpicos,
la contradicción se insinúa entre sus ideas de antes y las de
ahora, todas las veces que quiere presentar otros matices
ideológicos que él considera “ampliación y precisión” de sus
obras anteriores; todas las veces que se esfuerza en exponer
lo que él mismo considera un idealismo entrañablemente
fundido a un realismo sin miedo y sin perífrasis, y al que
parece atribuir no sé qué extraña grandeza, sin advertir la
irremediable utopía y lo regresivo que encierra su exposi-
ción. Cuando trata de demostrar que no hay contradicción
entre la ideología de La Muerte del Cisne y la de los Diálo-
gos Olímpicos, retuerce los argumentos y juega sutilmente
con argucias.
Cuando se refiere a los Diálogos Olímpicos le hacemos
broma, por lo que puede haber de presuntuoso en el título,
y le decimos que, mejor que un coloquio entre Apolo y
Dionisos o Cristo y Mammón, eso suena a un simple “cha-
muyo” entre él morocho Andrade y los otros campeones de
las Olimpíadas de Colombes y Amsterdam. Reyles apenas
se sonríe: la broma no le ha parecido muy grata.
Una tarde habla especialmente de Coya, del Greco,
del caracterismo de Manet, del duende de Sevilla (desde
el espíritu de San Isidoro hasta el ‘ cante jondo” y la saeta) .
Todo lo que dice esa tarde aparece sabiamente organizado,
con un extraordinario orden interno que ajusta las abstra-
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ccíones (por ejemplo, la línea arquitectónica de la Giralda
como una categoría aristotélica) o coordina el vaivén de lo
abstracto a lo concreto (la expresión pictórica de Goya, el
duende goyesco, y la corte de Carlos IV) , y aclara una
simbología de entronque mitológico (los semblantes del
Greco y los de Zurbarán, la noche toledana y las “carcele-
ras” entonadas junto al Tajo, las truhanerías de El Buscón
y las hogueras encendidas por el Santo Oficio) .
Como esos temas los ha pensado mucho tiempo y los
ha vivido en un plano afectivo y, también, los ha expuesto
oralmente innumerables veces, ocurre que les ha dado una
estructura conceptual prolija, lo que no quita que, al refe-
rirse a ellos, su conversación conserve intacta la fluidez del
lenguaje hablado, no sé qué holgura y agilidad, un tono
directo que lo hace mas comunicante y hasta le da cierto
sabor a improvisación, subrayado por la fonación, las pau-
sas, la expresión de las cejas y de las manos. Las imágenes
rápidas que no se sabe si vuelan de sus palabras o de sus
dedos, dan relieve a esta conversación que poco después
cambia de tema y llega a una densidad difícil, al comentar
la filosofía de Hume, al analizar si su fenomenismo es ab-
soluto o relativo, al discriminar lo que ella contiene del
empirismo de Locke y del idealismo de Berkeley en la con-
cepción del principio de causalidad y en la idea del yo
como “colección de estados de conciencia”.
Luego, reanudando el tema de sus escritos inéditos,
habla de dos obras que está escribiendo en ese momento:
su relato autobiográfico Cogito ergo sum (que, a pesar del
título, no parece tener ninguna sustancia cartesiana), y
su novela El Gaucho Florido.
Lo que nos anticipa oralmente de ambas obras nos ha-
ce suponer que las mismas estarán plasmadas con honda ex-
periencia humana. Algunos episodios de El Gaucho Florido
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son, en el relato hablado, de un punzante brío trágico. Rey-
Ies se esfuerza por mostrar que conoce cabalmente al gau-
cho; alude desdeñosamente a la “disparatada concepción
unamunesca del gaucho malo” y fulmina la frivolidad del
"costumbrismo” de los aficionados al tema de nuestro cam-
po que sólo han visto “una yegüita de chacra que va a bus-
car agua a la cachimba”, sin haberse abismado en la sustan-
cia cimarrona.
Cuando habla de su Gaucho Florido se jacta de pro-
bar que, a pesar de sus viajes a Europa, y de sus ausencias
prolongadas en tierras lejanas, jamás se disvinculó espiri-
tualmente de su patria.
En las conversaciones sobre sus escritos inéditos parecía
que Reyles se proponía dar a esas dos obras cierto relam-
pagueo de estilo y de superficie, un dinamismo parcialmen-
te mesurado, como garantía y condición de vivacidad en el
relato, y un “espíritu de construcción”, rasgos todos ellos
que pudieran acercarlos a la concepción y modalidad de al-
gunas corrientes de nuestro siglo. Reyles se proponía ani-
mar a estas dos obras con fuerza moza, savia del “profundo
hoy” (la expresión es tomada de Blaise Cendrars) , energía
ética e impulso pensante.
m
Reyles nos visita con asiduidad. Viene siempre en taxi,
icompañado por su secretario Antonio Varela. Un día llegó
a casa a las diez de la mañana y se retiró a las 3 de la ma-
drugada del día siguiente. En esa visita (como siempre, él
tuvo la palabra), habló de la tradición cimarrona, de lo
que era el curtido gauchaje del 90, de la manera de en-
tender al bagual y adivinarle las bellaqueadas, del mito
16
frondoso del centauro y de su proyección poética y huma-
na. Todo esmaltado con sus recuerdos de las estancias que
poseyó: El Charrúa, Lobería, Venado Tuerto, El Paraíso,
vinculado a la vida agreste en la campaña uruguaya, la
pampa santafecina, las praderas de Córdoba, la provincia
de Buenos Aires. Habló también de asuntos de ganadería,
de las innovaciones técnicas que realizó en sus cabañas; de
ahí al turf, a referir con orgullo cómo se lucían sus pur
sang en los hipódromos de Palermo y de Maroñas. Cuando
desparramaba sus recuerdos de campo, asomaba la nostal-
gia del estanciero que fue, y aparecían los rasgos del señor
feudal impenitente y endurecido que se siente fuerte con-
tra el Estado, pronto para maldecir su poder coercitivo
(toda vez que siente sus efectos en carne propia, es decir,
en sus latifundios) , dispuesto a enfrentar cualquier autori-
dad que le pueda hacer sombra.
Esa modalidad de cuño feudal se pone en evidencia
cuando habla de su acción sobre el rumbo de la Federación
Rural, de sus pláticas con Irureta Goyena, de los proyectos
que exponía a los acaudalados hacendados que, además de
poseeer grandes latifundios, ejercían influjo decisivo sobre
algunos sectores del Senado. Él hubiera deseado transferir
el poder de los partidos políticos a la Federación Rural y
proclamar la disolución de aquéllos. El feudal que hay en
Reyles es indisimulable. Acaso por eso no comprende el
contenido histórico y social de Fuenteovejuna, ni de Perl-
báñtz, ni de El Mejor Alcalde el Rey, ni de El Comenda-
dor de Ocaña, los dramas que presentan el choque entre los
nobles opresores y los plebleyos oprimidos en el ocaso de la
Edad Media. Y si habla de Lope de Vega, sólo lo elogia
como poeta lírico y como fundador del teatro español, como
“monstruo de la naturaleza”.
Encuentra palabras cáusticas para fustigar las rutinas
17
del procedimiento judicial, la morosidad del trámite, las
trapisondas del picapleitos, la duplicidad de los albaceas,
las argucias del leguleyo que se eleva hasta la cúspide de
la judicatura, las insuficiencias e imprevisiones del código,
con sus inoperantes artículos y sus vericuetos de incisos.
Toda esa crítica fácil iba a desembocar en una crítica
más radical a la estructura del Estado. Como feudal es fu-
riosamente anti estatista. Se burla del “Estado sastre", el
“Estado zapatero”, el “Estado almacenero” y echa mano a
argumentos caducos y deleznables para poner de modelo
una forma de “Política de señorío”. Considera al Estado
Juez y Gendarme como una estructura inmovilizada en el
siglo XIX, que escapa a la evolución histórica. No com-
prendía lo que hay de progresista en los fisiócratas del siglo
XVIII, no advertía claramente la actitud de los mismos fren-
te a la economía del Estado feudal-absolutísta, en el ocaso
del Antiguo Régimen. Además, para juzgar la Revolución
Francesa se guía por las ideas de Taine y hasta de Jacques
Bainville. No disimula su aversión hacia los Jacobinos y
tiene, acerca de la jomada del 10 de agosto del 92, en la que
se derrumbó la monarquía, las ideas más descabelladas y
folletinescas (ha leído varias memorias de los Emigrados,
a las que da crédito, ha tenido en cuenta escritos calum-
niosos confeccionados con detritus de los libelos dictados
por “les hommes de Pitt et de Cobourg”, y no conoce las
irrefutables aportaciones de Mathiez) .
Habla de marxismo incidentalmente. Sus lecturas en
esta materia se reducen probablemente a Socialismo Utópico
y Socialismo Científico, de Engels, y a un compendio (h‘
cho por Gabriel Deville) del Capital, de Marx, en un to-
mo. Sus ideas sobre la plusvalía son confusas pues las su-
perpone a ideas de Proudhon, de Georges Sorel y de los
saint-simonianos.
18
Cuando se refería a la vida y gestión de los partidos
políticos en el Uruguay, en momentos en que se realizaba
el Centenario, se burlaba de la política cuyo programa £•
orienta hacia la nacionalización de los servicios públicos
(ahí volvía a mofarse del "Estado sastre, zapatero y alma-
cenero”) . “Esos gerifaltes de la política ¡qué poco entienden
de la cosa pública!”, exclamaba con énfasis. Sin embargo,
un buen día reconoció que la Ancap era "una importante
institución” y rectificó sus juicios simplistas contra la polí-
tica que tiende a extender el dominio industrial del Esta-
do. Y hasta llegó a considerar "prudente y sage" la divi-
sión del Ejecutivo en Presidencia y Consejo Nacional de
Administración, admitiendo que "dado los antecedentes de
guerras civiles, el Ejecutivo Unipersonal podría ser peligro-
so para la tranquilidad pública”. Por ahí tomó una actitwl
respetuosa respecto de la Constitución de 1917.
Pero, pese a estas rectificaciones en sus juicios sobre po-
lítica, su raíz feudal era irreductible y reaparecía cuando
la discusión lo apasionaba y cuando el recuerdo del estan-
ciero que fue, le despertaba sus viejos rencores y le pre-
sentaba el cuadro de sus ambiciones frustradas.
El egotismo de Reyles tenía un fundamento ideológico
en sus actitudes de señor feudal criollo, y un fundamento
estético (no sé si fundamento o estimulante) en su dandys-
mo cosmopolita que lo llevaba a un ensueño de principalía
y de potestad refinada, a una arrogancia de aristía, y por
ahí a una especie de subida áspera, impulsada por un vi-
talismo jactancioso que yo llamaría ascensión armada ha-
cia el übermensch. ¡
Su dandysmo cosmopolita abarca desde su indumenta-
ria sobria (no desentona su legendario bastón de junco con
puño de oro, sobre el que le hacíamos broma, unas veces
lo equiparábamos al cetro de un cacique, otras, lo suponía-
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mos un pascalíano rosean pensant coronado por el sol de
Luis XIV) , hasta sus conversaciones en el Jockey Club de
Buenos Aires, su deambulatorio por Andalucía, su lengua-
je con expresiones gitanas captadas acaso en el puente de
Triana, su decir garboso en el que relucían metáforas ma-
jas, mezcladas con refranes criollos (variaciones de los de
Martin Fierro), algunas frases italianas de corte d’annun-
ziano o recogidas en romanzas de Ópera, y sobre todo, mu-
chas palabras francesas que arrancaban de la Exposición
Universal de 1900 y habían circulado profusamente por los
círculos allegados al Mercare de trance de aquellos tiem
pos; palabras y giros tomados en el teatro del bulevar o en
los cafés nocturnos del Quartier Latín y que databan de la
época simbolista y del fin del naturalismo. Dice, por ejem-
plo, crdherie, nuance quintessenciée. charme velouté, san-
glots de violon, incantation trouble, mirage de nos pensées,
caresse endormante, séduction infernale... y también vo-
cablos de argot (un argot añejo o caído en desuso, oriundo
del “Chat-Noir” o del Montmartre de Toulouse-Lautrec) .
Galicismo de pensamiento —no sólo de lenguaje— pa-
ra hablar de las mujeres, de la mesura clásica, de los lími-
tes de la sagesse, de las razones superiores del hedonismo
(un hedonismo decantado que sabe “effeuiller paresseuse-
ment la fantaisie”) . Galicismo en el que hay referencias
a la estética y a la modalidad fin de siglo, a Remy de Gour-
mont, a los salones literarios frecuentados por Barrés, al
Jéróme Coignard de Anatole France, a los versos de Henri
de Régnier, a los muelles del Sena y a las estampas de Epi-
nal que exponen los bouquinistes cerca de la Cité.
El léxico de la conversación de Reyles es rico. Su es-
pañol se nutre de palabras populares y cultas, tomadas en
la Puerta del Sol de Madrid o en el Refranero clásico.
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Usa vocablos del caló madrileño y andaluz, a veces expre-
siones obsoletas y algún arcaísmo, lo que da sabor, varie-
dad y elasticidad expresiva a su hablar.
Esta tarde Reyles llegó al Tupí viejo, como de cos-
tumbre. “Pequeño de estatura, pálido y magro, liviano y
musculoso, Carlos Reyles tiene cierto parecido exterior con
Amado Ñervo y con aquel gonfalonero florentino del si-
glo XIV, Niccolo Da Uzzano, que inmortalizó Donatello,
después de la guerra de los Médicis, en un busto poliao-
mado, íntegro de vida interior. El rostro enjuto, el ademán
displicente, la mirada tajante como hoja toledana, la osa-
tura y rasgos de busto romano, la elevación castellana de
la ceja derecha, los labios apenas hilvanados, su empaque
de ave solitaria, tal como lo estampó Zuloaga”. (Alvaro
Guillot Muñoz, La Cruz del Sur).
Su anecdotario es copioso, ya sea de la vida y milagros
de los toreros; de la época de la revista Mundial y su ce-
náculo en París; de los salones literarios anteriores a 1914;
de la vida en Arcachon o en Niza. Las anécdotas que cie-
ñen más éxito son: las primeras veces (era entonces un ado-
lescente) que entró al redondel y se enfrentó con el toro,
su aprendizaje antes de bajar a la arena, y sobre todo, la
descripción del miedo físico que llega hasta la náusea,
cierta tarde en que la fiera lo puso en aprietos, sin dejar-
lo acercarse a la barrera; el emocionante duelo a espada
entre Angel Falco y Gómez Carillo, en Buenos Aires, en
el que Reyles actuó como director del lance; los sucesos
políticos del 75 (motín de I.atorre) que él presenció sien-
do niño, desde la Plaza Matriz, acompañado por su padre;
21
el incidente entre Reyles y Baltasar Brum en una ciudad
del interior (años más tarde se encontraron los dos adver-
sarios en París, se reconciliaron y llegaron a ser amigos
unidos por hondo afecto y alta estima) ; el incidente en
una estación ferroviaria: revoltijo de tiros, a oscuras, en la
sala de espera, y un negro capanga que apareció muerto
al día siguiente en un chiquero detrás de la estación; la
historia del gaucho que, mortalmente herido, daba de co-
mer a las gallinas pedacitos de grasa y de tegumento de su
propio hígado, abierto de una feroz cuchillada; la aven-
tura de un tropero curtido, que llevaba una carona gra-
bada, trabajada con arte, y empuñaba un facón caronero
que parecía destinado a clavarse en las entrañas de la no-
che; la tertulia del salón de Mme. Bultot, frecuentado por
Henri de Régnier y otros escritores del Mercure, a la que
Reyles asiste conjuntamente con Enrique Larreta, y en la
que, por un lapsus del autor de El Embrujo de Sevilla la
dueña de casa hubo de sentirse ofendida (Larreta advirtió
a Reyles: “Pero compañero, Ud. se ha pasado la noche pe-
rreando a esta señora. ¡Ud. le ha dicho, todas las veces que
le ha dirigido la palabra, Madame Bulldog!") . También
tiene mucho éxito cuando se refiere a los personajes de
sus novelas, a cómo los plasmó y modeló: el hacendado
Gustavo Rivero, protagonista de Beba; Julio Guzmán, per-
sonaje del Extraño; Rapiña, de la tercera Academia; Ma-
magela y Tóeles, de El Terruño; Primitivo, el caudillo Pan-
taleón, Guzmán y Cacio, de La Raza de Caín; Paco Qui-
ñones, la Pura, el pintor Cuenca, el gitano Pitoche, de El
Embrujo de Sevilla... A Florido lo conoció de carne y
hueso como peón de una de sus estancias y lo llevó a su
novela tal como era. En cuanto a la Pura, es un personaje
plasmado con substancias real e imaginaria: tiene un co-
mienzo de imágenes captadas en la noche sevillana que lue-
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go se refractan en el curso de la ficción y se tornan una
sola figura hermética cuando el subconsciente las lleva a
una acción imprevista, a un movimiento de retorno sobre
sí hasta sacudir el trasplano del alma.
"Yo vivo mis ideas", gusta decir Reyles (pensando aca-
so en Rodó, que no salió de su biblioteca cuando escribió
Ariel y Motivos de Proteo) . Y añade: "Las vivo pasional-
mente, aunque eso moleste a ciertos ideólogos de inver-
náculo y a algún pobre diablo eunuco y libresco. Si yo
hablo de las ciudades es porque he estado en ellas y las
he respirado; si hablo de arte es porque he visto los cua-
dros y las estatutas directamente, sin intermediario fotográ-
fico infiel y deformante, sin las insoportables tricromías, y
sobre todo, sin dejarme guiar por los críticos pontífices.
Y cuando yo digo que los museos son panteones de las
civilizaciones fenecidas, lo digo con conocimiento de causa”.
"Lo pintoresco ha sido un abuso y una plaga de los
románticos. Lo pintoresco a cualquier precio ha llevado a
muchos escritores y costumbristas a ver una España de
pandereta. En El Embrujo yo he querido situarme bien
lejos de esa calamidad”.
Cierta mañana, en una oficina dependiente del Con-
sejo de Enseñanza Primaria y Normal, Reyles se encontró
con una maestra a quien había conocido la víspera. La
maestra se puso a objetar las ideas de La Muerte del Cisne
y el contenido de El Terruño. Es indudable que el tono
de las objeciones era de gran suficiencia y altisonante y
que los argumentos que esgrimía la maestra eran un tanto
mecánicos y simplistas diluidos en citaciones de educadores
de todos los tiempos, como si quisiera exponer la historia
de la pedagogía. Reyles la miraba de soslayo entre desde-
ñoso y burlón, jugando displicentemente con su bastón y
sus guantes hasta que le dijo de modo cortante: “Señorita
educacionista, en mis Diálogos Olímpicos yo escribí con
toda nitidez: Las pedagogas y latiniparlas me apestan. Y
ahora agrego: ¿adónde quiere ir Ud. con todas esas fra-
ses mal aplicadas de Pestalozzi, Rousseau, Decroly, Dewey,
que nada tienen que ver con lo que estamos hablando?".
A los pocos días Reyles se encontró nuevamente con la
maestra (a quien denominó en lo sucesivo “Antología Pe-
dagógica”) en una reunión realizada en la Escuela de De-
clamación para recibir al novelista de El Embrujo de Se-
villa. La maestra se acercó a Reyles y le dijo: “A pesar de
que Ud. no fue nada gentil conmigo, yo leí en el aula,
ante los alumnos más adelantados, una preciosa página de
El Embrujo. Ya ve Ud. que no soy rencorosa”. Reyles, son-
riente y afable, le contestó: “Yo sabía que la sapiencia y la
generosidad alguna vez se juntan en el alma de una mujer
hermosa”. La escena terminó sin más o pasó inadvertida.
El secretario de Reyles, Antonio Varela, tuvo que alejarse
para disimular un ataque de risa. La Directora de la Es-
cuela de Declamación, Sra. Antonelli de Requesens, no pre-
senció este coloquio (algo diferente de los Diálogos Olím-
picos) pues, mientras, conversaba animadamente con Débo-
ra Vitale D’Amico y Carlos Sabat Ercasty.
Una noche, en la redacción de un periódico, un edi-
torialista quiso exponer ante Reyles todo un catecismo de
los deberes del periodista como servidor de la moral, de
la patria, de las buenas costumbres y de la familia. Dijo
24
que el escritor debe dar el ejemplo de la virtud publican-
do obras edificantes y repudiando los temas pecaminosos,
el sensualismo de origen pagano y demoníaco. Reyles le
contestó: “No me gusta gargarizarme con las palabras hue-
cas y frases campanudas, así que, buenas noches”. Y dejan-
do al periodista con su perorata trunca, se retiró de la sa
la de redacción con paso rápido. ,
Una tarde, en el Sodre, luego de una transmisión de
Cante Jondo, Reyles habló, a propósito de la TSH, de la
industria del hombre. Comentó el mito de Prometeo (te-
ma del que se ocupa en Diálogos Olímpicos ) , objetó las
ideas de Spengler en El hombre y su técnica, y dijo: “El
hombre apenas salido de la animalidad (supongamos que
sea el hombre de Neanderthal o el de Heidelberg) fabrica
hachas de piedra, se muestra prevenido y artero, capaz de
mañas y artificios sorprendentes; inventa la flecha y sabe
vencer al mamuth”. Al decir esto, Reyles imagina la lu-
cha del hombre primitivo con el mamuth, la puntería del
arquero y el movimiento del proboscidio lanudo y la na-
rra con una fuerza y una intensidad muy superiores a las
que pone en la descripción que hace en Diálogos Olímpicos
de la cacería del enorme paquidermo prehistórico.
Uno de los aspectos del egotismo de Reyles se puso
en evidencia en estas reflexiones: “Todo eso que se ha di-
cho y repetido acerca de la introversión y extraversión apor-
ta muy poco, por lo menos directamente, al problema de
las relaciones del yo con el mundo exterior. El hombre no
puede salir de la cárcel de sí mismo, pero las proyecciones
de su yo son inagotables y fecundas.
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Además, esas proyecciones o irradiaciones poderosas se
materializan y se hacen tangibles en multitud pasmosa de
descubrimientos, construcciones, creaciones y conquistas de
la energética telúrica. Se ha dicho que el mundo es pro-
longación de nosotros mismos, lo cual es muy cierto. No-
sotros percibimos el mundo como rebote de nuestro yo”.
Le preguntamos, un poco en broma y otro poco en
serio: y cuando usted está batiéndose a espada con un buen
esgrimista, el choque de los dos aceros, el pecho de su ad-
versario, la tensión del brazo, el aguzamiento del sentido
kinestésico, la sangre que brota del primer puntazo, ¿todo
eso es creación de su yo? El duelo así tiene poco riesgo y
poca gracia, pues su yo lo crea, en tal caso, con una previa
seguridad de triunfo para sí, y sin duda, de in vulnerabili-
dad somática.
Reyles nos mira un instante, extiende su brazo y mi-
rándose la mano dice: “Cuando me bato, mi yo está pro-
yectado hacia la punta de mi espada, actuando desde ahí,
dirigiendo el acero y rebasándolo por el filo. Lo que quiero
decir es que somos ante lo exterior como dos espejo, can
biando sus imágenes, cambiando sus reflejos. Nosotros te-
nemos conciencia de este esencial espejismo, así como de
la irreductible fantasmagoría del mundo. Nuestro sonam-
bulismo ante el cosmos está alimentado por espejismos in-
ternos y externos y por las refulgentes armas del engaño
con las que pretendemos protegernos. Aquí, naturalmente,
hay que aludir al sueño del Quijote, a la confusión de mo-
linos con gigantes, o a ciertas leyendas celtas creadas por
los druidas. Insisto en este punto: nuestro yo, cuando se
vuelca hacia el exterior, elabora y crea el mundo circun-
dante. No somos más que réveurs éveillés que vivimos la
ficción de un mundo hecho a nuestra imagen y semejanza
y apropiado a nuestra dimensión”.
26
Le resp>ondemos: pero Don Carlos, con esa concepción
del yo, no nos explicamos por qué la gente lo tiene a usted
por materialista. Sus ideas son de un radical idealismo, a
tal punto que si usted da un paso más en ese camino, lle-
gará al solipsismo, a darle la mano a Berkeley.
Reyles reacciona y dice: “No, jamás llegaría al solip-
sismo, pues creo firmemente en la existencia del mundo ex-
terior, aunque yo hable del mundo quimérico ilusorio e
irreal".
La discusión continúa a propósito de realismo e idea-
lismo, se enreda con sutilezas verbales e interminables bi-
zantinismos escolásticos sin salida.
Después que la discusión perdió interés, Reyles conti-
nuó su exposición y dijo: “Nuestro sonambulismo creador
es capaz de proezas en todos los campos del pensamiento.
Pero ocurre que el yo del hombre se ha escindido o bi-
furcado en dos direcciones, en dos yo: uno de ellos es el
yo que vive, que experimenta en toda su plenitud, y el
otro es el que observa, el que interroga al primero y le
plantea problemas vinculados con las ilusiones vitales y
con la sed de conocimiento. Ambos yo están en la relación
del leño y la llama, en parte aunados y confundidos. El
troglodita de la caverna de Altamira o de la gruta de la
Madeleine al crear su maravilloso arte rupestre crea mun-
dos mágicos, se convierte en taumaturgo y asocia la ilusión
y la vida, une sus dos yo, su leño y su llama”.
Le pregfuntamos: |jero Don Carlos, su lenguaje ¿no se
acerca acaso al de la teología de Lutero? Cuando el refor-
mador se refiere al misterio de la eucaristía y quiere ex-
plicar la consubstanciación dice que en la hostia coexisten
el pan y el cuerpo de Cristo como en el hierro candente
coexisten el hierro y el fuego. ;
27
Reyles contesta: “Líbrenme los dioses de tener algo
que ver con la teologíal”
Muchas veces Reyles echa mano de la leyenda de la
lucha entre los dioses y los gigantes, variando inútilmente
la tradición hesiódica y agregando violencias a la narración
que de esa lucha hace la Teogonia. Habla del antagonismo
de los dioses y los gigantes como del de Apolo y Dionisos
o Cristo y Mammón, para simbolizar la pugna de los dos
principios opuestos.
Reflexionando sobre los conflictos que se dibujan o
estallan en la época contemporánea, Reyles dice: “Para sa-
ber si en el mundo triunfarán las potencias de las tinieblas
sobre las de la luz, los titanes sobre los dioses, sería super-
fluo y hasta irrisorio discurrir acerca de la Suma Teológi-
gica de Santo Tomás de Aquino y de las variantes del neo-
tomismo o de las categorías aristotélicas o de las mónadas
de Leibniz”.
Esta manera de entrar a considerar los problemas del
mundo contemporáneo como una lucha entre las potencias
de las tinieblas y de la luz presentaba un parecido con el
dualismo avéstico de Ormuz y Arimán y amenazaba con
perderse en alguna mitología o congelarse en un esquema
inadecuado.
Le preguntamos, para obtener alguna precisión: ¿Y
quiénes son las potencias de las tinieblas?
Reyles responde: “Todo lo que amenaza nuestra ra
zón de ser y conspira contra la ley de la vida, contra nues-
tra legítima apetencia vital. Ocurre que en el siglo XX el
hombre ha dejado de ser la medida de todas las cosas. No
se necesita poseer una pupila telescópica para ver este he-
cho típico de la época en que vivimos. Y el hombre se per-
cata de que ya ha dejado de ser la medida de todas las co-
sas y no atina a encontrar una proporción o adecuación en-
28
ire él y el mundo. He ahí su problema y su desventura.
Paracelso dijo con mucha agudeza: Aquel que en cualquier
orden de cosas pasa la medida, cae en la desesperación. Los
acontecimientos desbordan al hombre y él no puede con
ellos. El caos del mundo es un reflejo fiel de nuestro pro-
pio caos. Las impetuosas mareas de la vida, las fuerzas de
las tinieblas y del tumulto, la energética desbordada han
derribado las murallas y los diques del orden racional, y
esa irrupción del desorden nos anastra mar adentro, sin
brújula y lejos de los faros”.
Más de una vez, en la tertulia del Tupí, Reyles expu-
so la “aventura trágica” del hombre que se rebela contra
la inexorable ley del cosmos, y cómo de la pugna del hom-
bre con el universo surge “el mundo encantado de la con-
ciencia, en el que imperan la libertad, la justicia y el amor
venciendo (por la virtud mágica de las ilusiones vitales) a
la esclavitud, la iniquidad y el odio”. Ese motivo se en-
cuentra en Diálogos Olímpicos y tiene con La Muerte del
Cisne una insegura y a veces hipotética conexión ideoló-
gica. En la conversación, Reyles se esfuerza en poner con-
tinuidad y coherencia en el contenido disímil de ambas
obras. En el fundo de ese motivo (la sublevación del hom-
bre contra la ciega iniquidad del cosmos) que Reyles ex-
pone oralmente a manera de un extenso friso, aparece el
instinto de soberanía, deseo de poder, gravitación sobre sí
como dinamismo esencial y motor del alma humana “a la
vez fuerte y sutil y capaz de alcanzar lo imposible”. El mito
de Pandora, que está relatado en los Diálogos Olímpicos,
impregna toda esta exposición.
29
Reyles insiste en señalar que, en la mitología griega,
Pandora es una divinidad maléfica para los hombres, y que,
por el contrario, la ficción que él ofrece presenta a esta
deidad como símbolo de la ilusión, pues convierte los ma-
les en esperanza inmortal.
Reyles se detiene en el mito de Pandora, lo retoca,
lo desarrolla, le da proyecciones un tanto arbitrarias; se
esfuerza en esgrimirlo como réplica a aquella conclusión
de Schopenhauer de que la vida no tiene explicación ni
finalidad. La esperanza que Reyles pone en el extremo de
la ficción en torno a Pandora toca la vieja idea de Herá-
clito acerca de la fecundidad de la lucha: “Cada estado de
conciencia —dice Reyles—, cada doctrina, cada acto hu-
mano individual o colectivo, son una beligerancia, una
pedana creciente, un nuevo campo de batalla para nues-
tro deseo de poder, sobre el cual planean las ilusiones vi-
tales. La paz se compone de muchas guerras, la armonía
de muchas discordias, el equilibrio sideral de un compro-
miso o antagonismo de gravitaciones y fuerza centrífuga. El
instinto de vivir es de un irresistible optimismo, aunque
los señores filósofos piensen lo contrario”.
El tema de la literatura del siglo XX entra muchas ve-
ces en la conversación de Reyles. Aunque su obra se vincu-
la a ciertas modalidades del modernismo y al clima fin de
siglo, Reyles quiere ser un escritor de nuestra época.
Los “ismos” de vanguardia en sus formas extremas lo
desconciertan a veces, pero se preocupa por conocerlos y se
acerca a ellos sin prevención.
Habla de Morand no sé si con admiración o con estupor.
30
No deja de reconocer que el rapidismo morandiano es, en
la novela de este siglo, una aportación inédita. Pero creo
que ese ritmo de velocidad lo fatiga y lo apabulla.
Reyles no quiere aparecer (he ahí una de sus preocupa-
ciones) como incomprensivo ante un escritor que trae algo
nuevo en el estilo o en la estructura de la narración; tiene
horror de que lo consideren “pompier” (él se ha sentido
siempre un “adelantado”, como escritor y como cabañero) ,
y de que lo tilden de anacrónico o de “pasatista” en cuan-
to a gusto o discriminación estética; se esfuerza en mos-
trarse como un hombre que ha superado las limitaciones y
antiguallas finiseculares, hace lo posible por no parecer un
“démodé”. Además, seguramente se amargaría si los jóvenes
le dieran la espalda o lo tuvieran en menos. Él no quiere
envejecer, y sobre todo, jamás se resignaría al peor de los
envejecimientos (según su criterio) , es decir, a no com-
prender el espíritu de las nuevas generaciones. De ahí cier-
ta actitud un tanto demagógica respecto de los escritores y
artistas surgidos después de la primera guerra mundial; de
ahí sus elogios al vanguardismo, no siempre muy convenci-
dos. No me cabe duda, sin embargo, de sus simpatías por
el ultraísmo español y de su admiración por García Lorca
(releía con deleite el Romancero gitano ) .
Tampoco dudo de la autenticidad de sus elogios a Apo-
llinaire, Delteil, Picasso, al Forgat innocent de Supervielle,
a ciertas novelas de Giraudoux, a ciertos poemas de Cocteau,
a la aventura introspectiva de Proust, y sobre todo, a Char-
mes de Valéry, a quien definía como “un diamante pensan-
te”. Se divertía leyendo algunas estridencias marinettianas y
poesías futuristas y aceptaba que el superrealismo fuera el
movimiento más importante de los que estallaron después
del tratado de Versalles.
La cultura de Reyles era sobre todo española y fran-
31
cesa. A Nietzsche lo conoció en la traducción francesa del
Mercure de France, a Goethe en la de Gérard de Nerval,
por supuesto, a Schopenhauer en la de Cantacuzéne. Leyó
el Ulises de Joyce (lo leyó prolijamente) en la traducción
francesa de Larbaud, así como los cuentos de Poe en la
traducción de Baudelaire, y las poesías del “Cisne de Bos-
ton”, en la versión de Mallarmé. Descubrió a Rilke en la
traducción francesa de Maurice Betz. Le recomendamos que
leyera Citroen, de Erenburg. Por lo que le decimos de su
tema, contenido y estilo, parece interesarse por esa obra.
Pero no sé si llegó a leerla. Alguna vez le oí mencionar a
Thomas Mann, pero nunca a Kafka.
Cuando se refiere a la novela, parece coincidir en algún
punto con las ideas que Ortega y Gasset expone en La Des-
humanización del Arte acerca de ese género: la coinciden-
cia, sin embargo, es simplemente aparente y externa y se
circunscribe al arte del novelador para dar los rasgos de sus
personajes, pero no a la concepción y estructura interna de
la novela ni a su sustancia psicológica, ni al arte de la com-
posición ni a la posibilidad de llevar en sí un problema hu-
mano o social; en estos otros aspectos, Reyles discrepa ra-
dicalmente con Ortega y Gasset.
De su conversación se desprende de modo indudable
que sus preferencias se dirigen a Galdós, Balzac, Tolstoi, y,
sobre todo, a Cervantes y a Dostoiewski. Considera que el
psicoanálisis puede contribuir a dar más radio al campo de
la novela, aunque estima que sería un error proponerse pre-
viamente la descripción de un “complejo” o la transcrip-
ción de determinada observación freudiana para plasmar y
32
elaborar una narración. “Eso sería aplicar una mera receta
y, por lo mismo, cercenarse uno mismo la dimensión de la
invención”.
Elogia a Xaimaca y a Don Segundo Sombra y habla
con afecto de Ricardo Güiraldes, con quien conversó en
Buenos Aires y abordo de un transatlántico rumbo a Eu-
ropa. Afirma que El Cencerro de Cristal es la obra de un
precursor. Y añade: “Ricardo Güiraldes, y Adelina del Ca-
rril son un prodigio de simpatía".
Se puede vislumbrar que Reyles conserva por la pintu-
ra de Blanes el viejo un recuerdo dichoso, casi tierno (sin
duda recuerdo de infancia penetrado de sustancia afectiva) ,
en el que hay, esto se infiere de su conversación, paisajes
con árboles, juegos, paseos, soledad egocéntrica pero no de-
primente; imagen de la casa paterna, en cuya sala lucían
los retratos al óleo, obra de ese pintor, de los padres del no-
velista: Don Carlos Reyles y Doña María Gutiérrez. (Am-
bos cuadros se encuentran hoy en el Museo Municipal de
Bellas Artes, de la avenida Millán) .
Se interesa por que los Poderes Públicos (a este respec-
to llegó a hablar con un Ministro de Instrucción Pública y
con algunos legisladores ) adquieran en colecciones particu-
lares, galerías y talleres, cuadros de Carlos Federico Sáez,
Blanes Viale, Figari, Barradas, Cúneo, Arzadum, Torres
García . . . Desde la Comisión del Centenario intentó que
el Ejecutivo o la Municipalidad compraran las obras de
esos pintores pero siempre encontró el escollo infranqueable
de la “falta de rubro”.
Los comentarios que hace sobre la pintura de Figari
son penetrantes, aunque algo literarios, y pasa horas con-
templando sus candombes y batucadas en el Museo Nacio-
nal de Bellas Artes, del Parque Rodó.
Considera a Herrera y Reissig como a uno de los ma-
33
yores poetas de lengua española. A propósito de Los PerC'
grinos de Piedra, habla de modernismo, de simbolismo y de
la poesía en general. Sus ideas sobre la poesía las conden-
só en un pensamiento que estampó en el álbum de María
Elena Muñoz que transcribo a continuación:
"... El don divino de la poesía es luz que ilumina las
tinieblas del ser, horno candente que funde los contrarios,
caja sonora que orquesta en líricas arquitecturas los latidos
dispares. Ese celeste don convierte los carbones en diaman-
tes, anula el tiempo y el espacio y a inmensas distancias
echa sutiles puentes de oro entre las almas...” (Marzo
de 1931) .
Una tarde en que se conversa de deporte y de "estilos
de la energética”, Reyles nos habla del match entre Car-
pentier y Sullivan (que relata en La Vida ) . Después de
juzgar con precisión, colorido y "reconocida competencia
en la materia”, las virtudes somáticas y técnicas de los dos
pugilistas, Reyles se refiere al match y, como Sullivan es in-
glés y Carpéntier francés, vincula el estilo y las caracterís-
ticas de cada uno de ellos, a la idiosincracia un tanto legen-
daria de los pueblos de Inglaterra y Francia.
Dice Reyles: "El inglés Sullivan tiene no sé qué aisla-
miento en sus gestos, en la manera de comportarse. Calcula
fríamente sus golpes, tratando de no malgastarlos. Sin em-
bargo, intenta pegar primero, en lo cual coincide con la
teoría del dreadnought y con aquello de que "quien pega
pronto pega dos veces”. La superioridad de Carpen tier se
manifiesta desde el primer round y se pone en evidencia
en la agilidad, la perspicacia, el clinch, el tiro rápido y
envolvente. Sullivan, cuando cae K.O. queda hecho un saco
34
de patatas, vencido, aplastado, exánime. El empirismo de
Locke y la lógica de Stuart Mili se le han adormecido en la
cabeza, la bizarría de Wellington le ba fallado en los puños.
Además, llora como un pobre diablo, como un fracasado
que asiste a su derrumbe definitivo.
La agilidad de Carpentier es un espectáculo, un expo-
nente de lo que puede alcanzar la dinámica del soma. Guia-
do por una inteligencia rápida y luminosa, Carpentier posee
para el pugilato, las cualidades que Napoleón tenía para la
guerra: la celeridad, la audacia, la certeza para dar el golpe
demoledor, y, sobre todo, el espíritu de ofensiva. Es el mis-
mo espíritu, la misma combatividad de los ejércitos de la
Revolución Francesa en su lucha a muerte contra la Europa
monárquica. Es la operación fulminante de la batalla del
Marne de 1914, concebida por Joffre y realizada por la in-
fantería francesa que obliga a los ejércitos de Von Kluck a
emprender la retirada.
La agilidad y la fuerza de sus puños hacen a Car-
pentier invencible en los rings de Europa. Su sonrisa refleja
su moral de victoria. Pero como tiene un supremo buen gus-
to, muy francés, y es la simpatía personificada, jamás
incurre en un exceso de arrogancia; todos lo admiran y lo
llaman el prodigio; es el campeón por antonomasia. Ade-
más, ¿por qué no? Carpentier parece la encarnación y prue-
ba del bergsoniano élan vitaV\
No le faltó mucho para que, a propósito de los dos bo-
xeadores, hiciera una confrontación del cartesiano Discur-
so del Método y de la Lógica de Stuart Mili.
En La Vida, Reyles escribe a propósito de este match,
la frase siguiente: “Pienso que el ring es cosa religiosa; pien-
so sin asomo de burla, que los guantes de cuatro onzas ten-
drán influencia decisiva en el destino de Francia y, por
vía de ésta, en el destino del mundo".
35
Esas palabras que transcribo no son simplemente la
glorificación del boxeo sino también una expresión de su
culto por la fuerza y la destreza, una forma del mito del
deporte que él se ha forjado y de la afabulación de la vio-
lencia, detrás de la cual forcejean A|>olo y Dionisos, en un
afán de primacía, en una palabra, una variante de su vi-
talismo.
Dice Reyles: “El duelo a pistola no me gusta. Enfren-
tarse dos duelistas con armas de fuego no es para mi esté-
tica: los^ dos adversarios quedan muy lejos uno de otro, no
dan la sensación de la pelea; es algo frío, sin arte ni arro-
gancia. En cambio, el duelo a espada o a sable, eso sí es
duelo, eso sí es acercarse al acero, es trabarse en una lucha
de verdad, es mostrar el arrojo y la destreza, la rapidez y
el temple. Yo prefiero la espada: su hoja es para mí una
prolongación de mi brazo y una certeza de mi voluntad”.
Mientras explicaba los “secretos de la esgrima”, se ponía
de pie, erguido. Miraba de soslayo, la cabeza en alto, con
su gesto de gavilán, como midiendo al adversario para con-
tarle los segundtK antes del golpe final, con un rictus des-
deñoso pero seguro y vigilante. Reyles salió vencedor en
todos los duelos que tuvo.
De Dickens y de Walter Scott sólo habla al pasar, pero
se detiene para saborear a Meredith, a Katherine Mansfield
y a Joseph Conrad.
Se interesa por algunas fuentes shakespearianas, por
Fran^ois de Belleforet y sobre todo por Bandello, a quien
considera “un maestro en el arte de la narración”.
Le gusta recitar en italiano algunas estrofas de I Se-
polcri, de Foscolo:
56
AW ombra de' cipressi e dentro Vume...
y considera esta obra, “la de mayor impulso lírico de toda
la poesía italiana del 800 ”.
En sus ideas estéticas, creo percibir algún influjo de
Ruskin (en lo que se refiere a la concepción del paisaje
en la pintura moderna) y de Rodin. UArt, de Rodin,
fue uno de los libros que leyó en la Cóte d’Azur y sobre
el cual meditó en sus largos paseos solitarios por la orilla
del mar. Se lo hizo conocer Suzanne Miéris, actriz fran-
cesa de comedia que fue el último amor de Reyles. De esta
mujer inteligente y fina, Reyles habla muy pocas veces,
pero cuando lo hace es con hondo afecto. Sin duda fue
la pasión de su vida.
jSe complace en recordar sa voix caressante (son sus
palabras) y el rubio de su cabellera ‘‘maravillosamente
peinada”, que le hace recordar el verso de Mallarmé:
blonde dont les coiffeurs divins sont des orfévres . . .
Suzanne Miéris inició a Reyles en ciertos ‘‘misterios de
entretelones”, en el ‘‘sortilegio de la mise en scene”, en el
arte del ‘‘Vieux-Colombier”, y del teatro Daunou, en el
parpadeo de matices que viven en las candilejas.
Una noche que estaba el novelista en su casa, entró
Suzanne de improviso y descubrió en él un comienzo de
calvicie: c'est un endroit de plus pour t'embrasser, le dijo
‘‘con el tono más suave”.
El anecdotario de Reyles es inagotable. Cuenta la vi-
da de Zuloaga en su taller, sus modelos, sus ideas acerca
de lo que debe ser un retrato y cómo hay que atisbar un
semblante para dar el parecido profundo. Las conversa-
ciones y rasgos de los escritores de la generación del 98 , lo
37
que le da motivo a una evocación del país vasco, o del
Paseo de la Castellana de Madrid, o de un cortijo en las
riberas del Guadalquivir. Cómo conoció a Castelar en Se-
villa, por el año 92, la facundia del gran orador republica-
no, su prestigio como tribuno y como político. Las discu-
siones con estancieros rutinarios en nuestra campaña y en
la Argentina sobre zootecnia y cuestiones agropecuarias y
algunas de las respuestas que daban aquéllos: “¿Para qué
preocuparse por sembrar? Viene la langosta y se lo traga
todo. ¿Para qué preocuparse por mejorar el ganado? Viene
la guerra civil en las cuchillas y usted pierde los animales
porque los soldados de uno u otro bando se los degüellan
para carnearlos. Lo mejor es dejar las cosas como están y
nada más. No hacerse mala sangre y que sea lo que la
Providencia quiera. Eso que llaman el “progreso” es para
dolor de cabeza y para meterse en camisa de once varas”.
Tales eran los argumentos que muchos hacendados de fi-
nes del siglo pasado hacían para cohonestar su indolencia
y contra los cuales la argumentación de Reyles nada podía
hacer. ,
Sus lentos paseos por las orillas del Tajo o del Caro-
na, su deambulatorio por Piccadilly y por el Tower Brid-
ge, su vida en el palacete de su propiedad, en la Avenue de
Villiers, o en su retiro de Cháteau Guitón, en el que reali-
zaba su ideal de sibaritismo como tregua y clima hedonís-
tico para el pensamiento, entre dos experiencias de acción.
Reyles se complacía en recordar la última estrofa del epita-
fio de Enrique de Mesa:
Fue un hidalgo poeta del solar español.
Ni ejercitó derechos ni se amoldó a deberes.
Gran señor de la vida, se la ¡dio a las mujeres,
y gustó el placer único de vagar bajo el sol.
38
Reyles dice a menudo, cuando se refiere a la cultura
(especialmente a la cultura filosófica), que ella “debe es-
tar orientada a comprender y no a retener”, con lo cual cae
en una fórmula demasiado simplista, basada en una de-
marcación ficticia entre la memoria y la inteligencia, se-
mejante a la del viejo criterio que considera las “facul-
tades del espíritu” como compartimientos estancos.
Observemos, ahora, qué filósofos, ideólogos y sistemas
menciona cuando conversa. Con insistencia se complace en
recordar aforismos que proclaman la importancia de la
lucha (sin que deduzca de ellos conclusiones dialécticas)
y la preeminencia de la energética, máximas que cons-
tituyen las bases de la ideología de Reyles desde la Muerte
del Cisne en adelante.
Para conocer la historia de esta ideología, transcribo a
continuación un párrafo del ya citado artículo de Alvaro
Guillot Muñoz, publicado en La Cruz del Sur, que se refie-
re a la infancia y adolescencia del futuro novelista: “Cam-
“ bio de decoración e inmersión en un ambiente g^is, re-
“ gido por dosificaciones de estudios escalonados. Reyles
“ acumuló experiencias y si se mostró reacio a todas las su-
“ gestiones de programas y métodos, fue únicamente por
“ espíritu de emancipación. En aquel colegio hispanouru-
“ guayo, en el que pasó siete años, la convivencia con los
“ condiscípulos semibárbaros venidos de campaña le sirvió
“ para definir su voluntad y ahondar precoces comproba-
“ dones sobre la rudeza de la vida y la tragedia biológica,
“ núcleo central de la ideología de La Muerte del Cisne.
“ Las observaciones sobre el mundo vital y físico que Rey-
“ les hizo desde la niñez germinaron, años más tarde, lle-
“ gando el futuro defensor de los impulsos cósmicos a con-
“ clusiones análogas a las del tenebroso Heráclito, Hobbes,
“ Mandeville, Nietzsche. El colegial meditativo se nutría
39
a diario de lecturas literarias y filosóficas que produje-
ron el asombro del enfático Don Baltasar Montero y Bi-
daurreta, director de aquel establecimiento docente en el
que Reyles terminó su infancia e inició su adolescencia.
Ésta se presentó bravia y aventurera. Un ímpetu brioso
llevó al futuro novelador a gustar las violencias del atle-
tismo, los riesgos del redondel y los triunfos de la pe-
dana . . , Hay que señalar en la formación cultural y es-
piritual de Reyles la influencia que en él ejercieron tres
amplios precursores de los movimientos nunistas de la
literatura de habla castellana: Quevedo, Góngora y aquel
Rector del colegio de Jesuítas de Tarragona, el profundo
Padre Gracián.
f “En el último año de pupilaje evidenció Reyles, en
todo momento, su capacidad de comentarista, su perfila-
do buen gusto, su fino deleite por la lectura de los clási-
cos, sus penetrantes disquisiciones sobre los más salien-
tes ingenios del Siglo de Oro, su íntima comprensión del
Romancero y de la Novela Picaresca, su emoción estéti-
ca ante los místicos, sobre todo ante Fray Luis, San Juan
de la Cruz y la Doctora de Avila.
"A los 17 años de edad, habiendo cursado casi todo el
Bachillerato, desdeñoso de títulos universitarios y paten-
tes profesionales, egresó Reyles del “Hispano-Uruguayo”.
Precoz y dotado de buen bagaje de cultura, fue en lo su-
cesivo, en cierto modo, un seguio autodidacto que se en-
frentó con la vida y luchó contra ella solo y airoso. . . Rey-
les se propone sin duda trazar un complejo cuadro de la
vitalidad, de las energías mecánicas, químicas, celulares y
psíquicas que dominan la creación con ciega e implacable
voluntad . . . Reyles ataca ese idealismo periférico y libres-
co, contrario a la naturaleza, a la vida y a todos los im-
pulsos del Cosmos; ese pseudo-idealismo pueril y falsifi-
cado o ese ascetismo tiránico y reñido con las normas na-
40
“ turales del mundo biológico, que desconoce aquello que
" Reyles, adolescente de 17 años, dio en llamar, en un cua-
" demo de colegial: carácter guerrero de todos los fenóme-
" nos; tendencia del hombre a poseer y dominar, observa-
" ción que en Reyles se intensifica y se arraiga de modo
“ definitivo y lo induce a establecer correspondencias entre
“los principios fundamentales de las doctrinas filosóficas
“ aparentemente disímiles. Así, echó puentes comunicantes
“ entre Calicles, Heráclito, Mandcvillc (donde Reyles encon-
“ contró el instinto de soberanía, defendido por el agudo y
“ paradoja! británico) , Descartes, La Rochefoucauld, expo-
“ sitor del amor propio, Hobbes (donde tocó el deseo o ins-
“ tinto de poder, expuesto por el misántropo sensualista y
“ teórico del egoísmo) . Penetró luego el derecho natural de
“ Spinoza (es lo único que capta de este gran razonador
“ geométrico y fundador del panteísmo idealista) ; la idea
“ de la sustancia-fuerza de Leibniz (Reyles no se pronun-
“ cia sobre los opúsculos de Leibniz de 1691 a 1694 en los
“que el futuro autor de la Monadologia sostiene, contra
“ el cartesianismo, que la esencia del cuerpo consiste, no
“ en la extensión sino en la fuerza) . En su investigación
“ acerca de la fuerza y de los móviles y consecuencia de
“ la misma, Reyles reflexiona sobre la energía combati-
“ va de los filósofos franceses del siglo XVIII, en la que
“ apunta el interés de Helvecio. Las posiciones de Carly-
“ le y Emerson, encontraron resonancia en Reyles, quien,
“ con mirada envolvente, abarca las oscilaciones de la fie-
“ bre de la razón que se prolongan más allá de Kant y
“ llega, con arrogancia, a Le Bon, Le Dantec y, por un
“ camino tortuoso, a Maurras, a quien se ha llamado con
“ acierto, el romántico de la razón. Reyles alcanza la ma-
“ duración de su pensamiento al entrar en contacto con
“ las ideas fuerzas de Fouillé, el instinto de expansión de
41
" Guyau, el ascetismo liberador de Schopenhauer, la vo-
“ luntad de dominación de Nietzsche. Se detiene a inves-
“ ligar la fuerza fundamental del ser humano de Stimer,
“ medita sobre el culto de la energía de Stendhal, para
“ revisar luego el sentido de la naturaleza en los materia-
“ listas de la Antigüedad, Demócrito, Leucipo, Epicuro y
“ Lucrecio. Conocedor del esteticismo de Thomas de Quin-
“ cey y del instinto invasor de Blanqui (aunque Reyles
“ no alude nunca a la ideología y a la acción revolucio-
“ naria del defensor de la bandera roja) , el autor de La
“ muerte del Cisne asiste al ocaso del positivismo comtia-
“ no, del agnosticismo de Spencer y del dogmatismo doc*
“ trinario de Taine y de Sainte-Beuve. El probabilismo
" de Renán no perturba al defensor de los impulsos cós-
“ micos cuya posición entronca, sin claudicaciones, con los
“ principios selectivos de Lamarck y Darwin, y, en cierto
“ modo, con el pragmatismo de James y de Meyerson y
“ hasta (aunque en forma más indirecta) con el cientifi-
“ cismo de Henri Poincaré (creo que Reyles sólo conoce
“ las veinte primeras páginas de La Science et l’Hypothése
“ y ni una línea de La Valeur de la Science, es decir, la ana*
“ logia, además de ser un tanto remota, es por coinciden
“ da y no por influencia del gran matemático) . Reyles, an-
“ te los escollos de la vida y de la acción, no pierde el
“ dinamismo alerta que lo guía siempre y llega a concc*
" bir un impulso que comunica, en cierto sentido, con Velan
“ vital bergsoniano. En La Muerte del Cisne, Reyles se
“ muestra como un testigo más que como un juez. Com-
“ prueba el mal ciego del mundo y registra el son guene-
" ro de las manifestaciones vitales, llegando con Le Dan*
“ tec, a la conclusión de que ser es luchar, vivir es vencer.
" Algunos años después del Tratado de Versalles, Joseph
“ Delteil en su Discurso a los Pájaros (texto que Reyles no
42
" conoce) pone en boca de San Francisco de Asís palabras
“ coincidentes con la concepción reyliana de la vida . . .
“ Esa trayectoria del pensamiento de Reyles también con-
“ cuerda con un aforismo que Diderot pone en boca del
“ más vivo de sus personajes, aquel sobrino del músico
“ Ramean, célebre por su agudeza, su verba satírica, su
“ cinismo burlesco y su esencia del picaro: en la naturaleza
“ todas las especies se devoran; todas las condiciones se de-
“ voran en la sociedad. Nietzsche, en su concepción del, ins-
“ tinto vital admite o crea las ilusiones favorables a la exis-
“ tencia humana, necesarias como aliciente de la vida, aun-
“ que ellas sean aniquiladas por el conocimiento destruc-
“ tor, pero (como dice Reyles en La Muerte del Cisne)
“ sólo para darle a aquél estímulo y ocasión de otras nuevas.
“ Anatole France por su propio camino, que es el del
“ escepticismo, ha dicho:
Si tu gardes ta foi qu’importe qu’elle mente.
La beauté de l’amant n’est qu’au coeur de l’amante
Et l’Univers entier n’est qu’une visión. . .
“ Por ese camino del escepticismo indulgente, France
“ propone tácitamente las ilusiones como solución piadosa
“ capaz de ocultar el sufrimiento; por una ruta diferente
“ (la del instinto vital) Nietzsche acepta la conveniencia
" del cultivo de las ilusiones. Reyles, a su vez, asevera: las
“ grandes ilusiones son siempre fecundas. . . y luego relata
“ la leyenda de la infeliz criatura que perdió la belleza fí-
“ sica y nunca se dio cuenta de su fealdad. La humanidad
“ ha padecido muchas de estas demencias saludables, con-
“ cluye diciendo Reyles. . . La verdad es que cuando Rey-
“ les piensa en Montaigne, se interesa poco por los ejem-
" píos y máximas de sabiduría estoica que hay en los En-
“ sayos; se sonríe con alguna complacencia al considerar
“ el escepticismo de origen pirroniano que impregna una
43
" parte de este libro; se anima y se deleita con el epicu-
“ reismo que campea en numerosos pasajes de esa obra”.
(Alvaro Guillot Muñoz, art. citado, en La Cruz del
Sur, 1930) .
Vinculándola con la ya mencionada máxima de Le
Dantec, Reyles cita esta aseveración de Gustave Le Bon:
“Vivre c’est changer. Le changement est l’áme des choses”.
Las variantes y aplicaciones de la célebre Struggle for
Life son numerosas, aunque no parece profesar al darwi-
nismo, tomado en su conjunto, una simpatía muy acentua-
da. Le gusta relacionar el principio darwiniano de Survival
of the fittest con el nietzschiano de der Wille zur Machi,
para estructurar su idea de energética y aplicarla a la con-
ducta ético-social.
Pocas veces aparece en su conversación alguna referen-
cia al positivismo: se limita a una mera alusión a la ley
de “los tres estados” y a considerar que el estado teológico
y el metafísico duraron demasiado tiempo; a ironizar sobre
el lenguaje comtiano: le Grand Milieu, le Grand Fetiche,
le Grand Étre; a sonreír a propósito del culto a Clotilde
de Vaux. Una vez, en una discusión relativa a la evolución
y pugna de los principios morales, citó con todo énfasis
estas palabras de Comte: II faut passer de la morale céleste
á la morale terrestre. Le régne du christianisme est finí,
l’ére des idées. positives commence. Y luego añadió: “Creo
que el positivismo de Comte es más hondo y más genial
(dejando de lado, por supuesto, el delirio de la religión
positivista) que el monismo de Haeckel, que la psicofísica
de Fechner, que el evolucionismo de Spencer y que “Fuerza
y Materia” de Büchner. Creo también que el neopositivis-
mo de Littré es algo serio en la historia del pensamiento
del siglo XIX. En cuanto a lo que subsiste de Comte, me
parece que tiene razón Paul Janet, al decir que lo que
44
sobrevive del positivismo es el método objetivo”.
Menciona a Remy de Gourmont, como esteta y como
pensador. La sentencia del autor de Monsieur Croquant:
“Ce qu'il y a de plus terrible quand on cherche la vérité,
c'est qu’on la trouve”, deja a Reyles pensativo; unas veces
parecería suscribirla, otras, la rechazaba de plano, si su
brújula apuntaba hacia el optimismo. Nombra a Spengler
y a Max Scheller (a quienes conoce a través de la Revista
de Occidente, por supuesto) como a directores de con-
ciencia de la Alemania de Weimar Hace objeciones a la
fenomenología de Edmund Husserl, diciendo que este filó-
sofo no comprendió la Lógica de Stuar Mili. Se ríe de las
exuberancias vitales y truculencias de gesto del Conde Her-
mann Keyserling, a quien conoció personalmente y del que
cuenta sabrosas anécdotas. Reyles observa: “Algo de lo que
dice Keyserling tiene un curioso parecido con sus actitudes
físicas cuando toca el piano: acomete el teclado con furia,
le descarga un torrente de golpes con unas manos de ger-
mano pesado y bárbaro; no sería muy exagerado decir que
son puñetazos o marronazos los que asesta al marfil; y
luego, presa de un arrebato dionisíaco, se inclina sobre el
piano, se balancea en el taburete hasta que, al terminar la
sonata, el filósofo se derrumba, y del taburete se desploma
al piso, con estruendo, pues es un poids lourd, ya que no
le faltan repuestos de tejido adiposo. Pero oojyaí^^qjie Key-
serling desde el suelo se encuentra con
el que aún no había reparado: delant^^^^^^^l^^ ühs^^iL
canapé bajo, hay una hilera de mujeié^s/mt^^^iEra
de las épocas en que la moda impop^/la ^^|^rta,\^l
en consecuencia, ante la mirada del f^no nóf^^*;qug|e^j
Keyserling, se presentaba un p?erner?lp..í:^^ta‘cm|r,
una carátula de la Vie Parisienne.
ción, me puse a tararear una canción
45
ba: *‘J*aÍTne le petit panorama, que el filósofo sin duda
conocía desde antes de escribir su diario de viaje. Keyserling
se expresa con facilidad en un francés algo atildado, con
imperceptible acento teutón, que él se esfuerza por disimu-
lar. Es ese mismo francés el idioma en que dice sus confe-
rencias, y que él cree elegante y propicio para galantear
a las damas”.
Reyles parece estar de acuerdo (por lo que supone de
contenido actuante) con el principio pedagógico de John
Dewey: La enseñanza por la acción, pero discrepa con las
ideas que este pensador sustenta a propósito de las relacio-
nes entre la educación y el medio social. Se inclina al
energetismo puesto que muy a menudo considera la ener-
gía como la fuente y el término de las cosas y superpone el
ser y el actuar hasta no discriminar sus respectivos campos
de sustancia. Por ese hilo de pensamiento que podría en-
cararse como una derivación del fenomenismo idealista,
busca algún punto de referencia nietzschiano: el culto in-
tensivo de la energía vital como principio de toda ética.
Reyles simpatiza mucho con las ideas de Jules de Gaul-
tier (el bovarysmo) y cita de ese pensador la siguiente
frase: ‘L’homme moral est celui qui préfére á la vie la con-
ception qu'il s’est formée de lui-méme et de la vie. Por un
camino sesgado, Reyles relaciona el bovarysmo como fenó-
meno psicológico, con las ideas-fuerzas de Fouillée.
Tiene muy en cuenta el “pensamiento prelógico de
los niños y los salvajes”, de que habla Lévy-Bruhl.
46
Después de una extensa exposición doctrinaria, lo más
probable es que Reyles termine con una de las máximas
que mejor expresan su pensamiento: “Todo organismo fi-
siológico o político es una gravitación sobre sí, un egoísmo
que se defiende y ataca” (Diálogos Olímpicos, vol. 1) ; “De-
seamos e incontinente nos construimos la ideología apro-
piada a la realización del deseo”. (Agenda N9 1) .
“Nada escapa a la inflexible ley que ordena imperio-
samente a todas las cosas reñir e imperar”. (Agenda N9 2 ) .
Acerca de la voluntad de conciencia (de que habla en
Diálogos Olímpicos) Reyles hace reflexiones sobre el valor
de lo deontológico, confrontándola con la voluntad de do-
minación, y dice: “ Lo que Nietzsche no vió ni vislumbró
siquiera, es que de la voluntad de dominación, impulsada
por las ilusiones vitales, surge la voluntad de conciencia,
que es su acicate de buena ley. La voluntad de conciencia,
tal como yo la concibo, nos impulsa a un mundo libertado
de la inicua ley del cosmos. Creo no incurrir en contra-
dicción cuando digo que el hombre es pura gravitación
sobre sí y también una manifestación sutilísima de las ener-
gías cósmicas. Somos egoísmos en acción que no perdemos
de vista los imponderables morales y físico-químicos vin-
culados a la conducta y nos guiamos por nuestra voluntad
de conciencia. Creo que mis ideas no conducen al pesimis-
mo, sino a la acción para adueñamos de la energética. Más
de una vez he dicho que el descorazonamiento es un estado
de sepultura”.
La conversación se desvió hacia el tema de las ciencias
históricas y se comentó el concepto de Henri Berr de “evo-
lución de la humanidad”. Reyles dijo entonces: “Cada épo-
ca, y si se quiere cada cultura, crea la tabla de valores que
le es propia y necesaria para la vida que está viviendo y
ésa es su alta función histórica y social. Se ha dicho con
47
evidente ligereza y dejándose engañar por semejanzas su-
perficiales de poca monta, que el pasado se repite. He ahí
un error grueso y pernicioso: el pasado jamás se repite.
Cada día es nuevo bajo el sol. No es posible retroceder por
el camino ya transcurrido, ni tampoco podemos detenemos
en media de la ruta”.
Aquí Reyles, con distintas palabras, coincide con uno
de los principios cardinales de la dialéctica y con una idea
de Jaurés: el gran tribuno, en un célebre discurso a la ju-
ventud, refuta con elocuencia el viejo adagio del Eclesias-
tés: nihil novi sub solé.
Reyles se jacta de usar su “Kodak de viajero cargado
de placas sensibles”, con las que capta paisajes, perspecti-
vas filosóficas, actitudes humanas; “placas —dice él— que
después revelo y fijo para documentar o confirmar hechos
e ideas en las diversas culturas, desde la escuela de Jonia
y las primeras cosmogonías hasta la paradoja epistemoló-
gica de Meyerson. Luego me deleito con la concepción de
Tales de Mileto, o con las homeomerías de Anaxágoras
y con las ideas del Dr. Trublet en Histoire Comique, de
Anatole France. Otro día reveo lo que he anotado sobre la
catedral de Toledo o sobre las Etimologías de Isidoro de
Sevilla”.
Cita a Anatole France con frecuencia. Pero jamás men-
ciona al France adversario del orden social imperante; no
alude nunca a Vlle des Pingouins ni a las ideas de este
escritor acerca del origen del derecho de propiedad, ni a
Jas críticas a las compañías financieras que detentan con-
juntamente con el poder económico el poder político y las
48
llaves de la propaganda mediante una prensa mercenaria.
El Anatole France que cita Reyles es el escéptico refinado
y desilusionado, el sutil ironista finisecular, el catador de
la cultura greco-latina, pero nunca al Anatole France que
llega a la plaza pública a defender la justicia social y la
unidad de los trabajadores.
Cuando se refiere a Zola, jamás alude al J'accuse, se
limita a reflexionar sobre las técnicas de la novela natu-
ralista.
En una reunión en que atacábamos la arbitrariedad
del concepto de “cultura fáustica’' de Spengler, sus contra-
dicciones flagrantes y su vana mitología, la conversación
se orientó hacia las proyecciones y repercusiones del Fausto
de Goethe, de las cuales el olímpico de Weimar no tiene la
culpa. Reyles dijo entonces: “La humanidad revive la ha-
zaña del Dr. Fausto al crear la civilización mecánica e in-
dustrial, el monstruo de la técnica, la sierpe maquinista.
Y todo eso es voluntad de poder y lucha victoriosa contra
la ley del Cosmos”. Y después de extenderse a propósito
de la relación entre la energía y la apetencia de poder, ha-
bla de Hobbes (a quien admira) y de cuya filosofía desta-
ca aquello de la lucha de todos contra todos. Reyles subraya
que el autor del Leviaihan sostiene como principio funda-
mental de la acción el deseo de poder, principio “estimu-
lante y energético que orienta la política exterior inglesa”.
Aquí le preguntamos: ¿Está usted de acuerdo con la
hipótesis de Seilliére acerca del Romanticismo?
Reyles contesta que no la conoce y manifiesta deseo
de conocerla. Se la exponemos sumariamente: para Seillié-
49
re hay una pasión primordial que es la que la teología
cristiana llama libido dominandi; la que el prominente
jansenista Duvergier de Hauranne, abate de Saint-Cyran,
denomina Vesprit de principauté; la que Hobbes nombra
el amor del poder; la que Nietzche titula der Wille zur
Match y que el propio Seilliére llama imperialismo, reco-
nociéndole como derivados o ingredientes un imperialismo
esencial del ser vivo y un imperialismo irracional. Por ahí,
luego de algunas vueltas de conexiones, desemboca en el
Romanticismo como expresión de esa pasión básica.
Reyles escucha con gesto indagador, se pasea reflexio-
nando y luego dice: "Pues, eso de Seilliére es acertadísimo
y me confirma en muchas de mis observaciones sobre ese
particular”.
Nueva discusión. Nosotros no creemos que eso sea el
imperialismo, pues entendemos que éste es un fenómeno
económico-político y que Seilliére usa un lenguaje metafó-
rico, válido para describir una pasión o para dar los rasgos
de un personaje de novela romántica. Reyles defiende el
criterio de Seilliére y la discusión se prolonga con ejemplos
de la Antigüedad (si en la guerra del Peloponeso la ciudad
imperialista es Atenas o es Esparta) , y con ejemplos recien-
tes (si la guerra contra Abd-el-Knm, en Marruecos, es una
guerra imperialista y qué potencias económicas la impul-
san desde la sombra) .
Reyles nos hizo conocer en la primavera de 1931, un
cuaderno suyo (él lo llamaba "cuaderno granate”) que
continúa las dos "agendas” ya mencionadas y que es un
esbozo de diario íntimo (algunas de sus páginas se repro-
ducen en Cogito ergo sum) y a la vez, un esquema de las
50
conferencias que dictó desde su cátedra en la Universidad.
Lo componen notas sobre temas diversos, principalmente
de actualidad, apuntes rápidos y circunstanciales, reflexio-
nes sobre la energética y la conducta humana. Todo inédito
y ordenado por materias.
En la misma época, nos hizo conocer también un cua-
derno (el “cuaderno azul”) , compilación de aforismos des-
de el siglo XIV hasta el XX que enaltecen la fuerza, la lu-
cha y lo que Reyles llama la “gravitación sobre sí mismo”.
Es evidente que ha coleccionado y anotado prolijamente
esas máximas, no sólo como ejercicio de meditación sino
también en previsión de posibles objeciones o polémicas.
Por eso, una tarde que Reyles intentó reivindicar a fondo
la fuerza y la lucha, ante cierto círculo que no le era bien
conocido, y del que podía surgir un oontrovertista bien in-
formado y pertrechado, no se separó de su “cuaderno azul”.
En la exposición de sus ideas (exposición siempre ten-
denciosa) , si él tenía mucho entrain, se ponía a citar con
una memoria que parecía infalible, una serie de máximas
de escritores, pensadores, poetas y sabios que preconizan
la excelencia de la energía, la fecundidad de los antago-
nismos en pugna y la primacía de la contienda (todas es-
tampadas en el “cuaderno azul”) ; sentencias y principios
que Reyles menciona en apoyo de la ideología sostenida
por él desde sus primeros escritos. Y, si en el pequeño
círculo del “Tupí” o de la casa de algún amigo se entabla
la polémica y él quiere dar mayor ajuste a lo que tiene
que decir, abre alguna vez el cuaderno y lo consulta con
una rápida ojeada sin dejar de hablar y de argumentar. Y
para remachar su disertación elige algún epifonema como
este: “la gravitación sobre sí mismo es inherente al hom-
bre y es cardinal en la vida”.
Cuando Reyles conversa en su casa acerca de las ideas
51
que sustenta en La Muerte del Cisne, y tiene su “cuaderno
azul” en la mano, lo hojea y se regocija con esa antología
de pensamientos y apotegmas que, según él, “vienen a dar-
le la razón”.
Dice Reyles, con un tono de exposición ligeramente
didáctico aunque a veces llega a ser casi vehemente: “Pas-
cal, el pensador que supo distinguir Vesprit de géométrie
de Vesprit de finesse, llega a esta conclusión poco difundi-
da y que seguramente produce asombro en los timoratos:
No pudiendo hacer fuerte lo justo se ha hecho justo lo
fuerte. Así pensaba el más grande de los solitarios de Port
Royal. Y casi en la misma época, el panteísta Espinoza
afirma que el derecho natural, tema que tanto ocupó la
atención de los filósofos del siglo XVIII y que constituye
una de las bases de la filosofía de las luces, es el derecho
del más fuerte, lo cual ocurre en la jungla desde los tiem-
pos del plesiosauro hasta los de l'eodoro Roosevelt, caza-
dor de elefantes en Africa Ecuatorial. En la misma línea
de ideas se encuentra Lucrecio, que habla, antes que Dar-
win, y como genial precursor del transformismo, de la lu-
cha por la vida, ley primordial de la naturaleza. El místico
William Blake asevera que sin contrarios no hay progreso,
lo que no dista mucho del principio de Herácliío: la lucha,
madre de todas las cosas. Y hasta Petrarca, el lírico más de-
licado de la Edad Media, se aproxima a esta corriente cuan-
do dice: sin lid ni ofensa ninguna cosa engendra la natu-
raleza. Veamos ahora el siglo de las luces, y allí encontra-
mos al moralista Vauvenargues, autor de máximas de in-
discutible elevación ética, que asevera rotundamente que
todo se ejecuta en el Universo por la violencia, Iq cual no
62
es decir poco. Encontramos también en el siglo de la Enci-
clopedia a Helvecio que dice de modo radical que la fuerza
es un don de los dioses. ¿Y qué dice Kant? Pues bien, el
filósofo de la Critica de la Razón pura elogia los efectos
saludables del antagonismo, de la discordia y del deseo in-
saciable de posesión y de mando. Si nos dirigimos al siglo
pasado, encontramos pensamientos que demuestran la mis-
ma o análoga concepción de la fuerza. Por ejemplo Thomas
Carlyle, el profundo ensayista de Los Héroes, dice luego de
prolijas meditaciones: La fuerza bien entendida es la me-
dida de todas las cosas; toda realidad durable es fusta por-
que demuestra su acuerdo con las leyes eternas de la natu-
raleza; el derecho es el eterno símbolo de la fuerza’'. (Aquí
Reyles relee estas últimas palabras de Carlyle con énfasis
y mira al auditorio como si dijera: “esto es irrefutable
¿quién intenta rebatirlo?’*) .
“Más cerca.de nuestra época —continuó diciendo Rey-
les— Oscar Wilde, que tanto influjo ejerció en el comienzo
de este siglo, ha escrito esta notable sentencia: Cuando el
derecho no es la fuerza es el mal. Lo cual coincide en el
fondo con lo que han dicho Carlyle y Pascal. En cuanto al
eminente profesor de Basilea, ya sabemos todo lo que ha
pensado y expresado acerca del derecho como legado de la
fuerza”.
En las últimas páginas del cuaderno, Reyles lee la si-
guiente enumeración: el fuego viviente de Heráclito (con
alguna alusión muy vaga a las objeciones que Lucrecio,
con criterio atomístico, hace a la cosmogonía del filósofo
de Efeso) ; el instinto de vivir de Schopenhauer (con una
referencia muy esquemática y poco clara sobre la doctrina
de la “representación”) ; la superposición de razón y ne-
cesidad de Strauss
En una hoja adicional ha anotado los siguientes nom-
53
bres: Ibsen, Adler, Joyce, Pirandello (a quien llama "nihi-
lista optimista”) , Yung, Benjamin Crémieux, Waldo Frank,
Gobineau, Giovanni Gentile, Julien Benda, Benedetto Cre-
ce, Vico, Lévy-Bruhl, Hegel, Momsen, Treitschke.
En la portada del cuaderno ha transcripto una senten-
cia de Gracián (a quien considera como inspirador de Scho-
penhauer y precursor de Nietzsche) : No hay cosa que no
tenga su contrario con quien pelee, ya con victoria, ya con
rendimiento... todo este universo se compone de contra
rios y se concierta de desconciertos.
En la misma portada, a continuación de la máxima
precedente, en un recuadro de lápiz rojo y con letra más
grande, ha transcripto estos versos de Fray Luis de León
(a quien llama "el manso fraile”) :
Con rigor enemigo
Todas las cosas entre si pelean
Y al pie de esta página escribió: "Releer, revisar, estu-
diar incansablemente las obras maestras de los inmortales
clásicos castellanosi”
Mientras hojea febrilmente el cuaderno, dice, como
para terminar con su tema predilecto de la lucha: "Y aho-
ra, a deambular por el mundo, acaso por los pasillos de
la Cámara de Diputados, o por el Jockey Club o por la
calle, a estar prontos para repeler al bribón que prepaia
alevosamente una puñaladita trapera, una estocada por la
espalda, una agresión gratuita, una insidia bajuna . . . ¿Qué
otra cosa es prepararse para la vida? Lo que se llama así
es sencillamente prepararse para la lucha, para salir victo-
rioso en el ininterrumpido combate que es la vida, tanto
en el plano biológico como en el social y espiritual”.
54
Reyles cree firmemente que Europa no está en deca-
dencia sino, por el contrario, en plena creación. Dice con
brío: “El mito de la decrepitud o del ocaso de Europa es
un mito pernicioso e imbécil. Europa sigue siendo el foco
de luz, de espiritualidad, de cultura creadora y de energía
más poderoso que ha dado la civilización. Los norteameri-
canos tienen mucho que aprender de la vieja Europa de
la que se ríen porque no la comprenden. He dicho vieja
Europa, debo decir mejor, la milenaria y siempre joven
Europa”. Para precisar lo que acaba de decir, añade: “Euro-
pa ha perfilado un tipo superior de civilización. Aquí, cla-
ro está, excluyo a Alemania que, bajo la hegemonía de
Prusia, sólo inventó esa cosa horrenda y detestable que es
la Kultur, abonada con el virus de Brandeburgo, elabora-
da por Bismarck, Federico el Grande y el último Kaiser.
En cambio París es la quintaesencia de la cultura universal
y humana; es Lutecia y la ciudad que el Emperador Carlos
V comparó, por su importancia, con el mundo; Francia es,
en los vergeles espirituales del orbe, el árbol de Minerva,
el don de lo ecuménico, el espíritu de la humanidad, la
ironía alada, la gesta heroica, la elegancia, la transparencia
de pensamiento, el altruismo dado en sus filósofos y en-
ciclopedistas y en sus Revoluciones, el espíritu fraternal,
el ánimo generoso, la gracia excelsa, el ingenio impon-
derable”.
No deja de ser sorprendente que en el elogio a Fran-
cia, Reyles mencione, entre las virtudes de esa nación, sus
Revoluciones. Cuando escribió La Muerte del Cisne pen-
saba de modo diferente.
55
Algunas veces, Reyles se detiene a hablar de Georges
Sorel y de sus Réfléxions sur la violénce. Pero se ocupa,
más que de las ideas expuestas en ese libro, de la repercu-
sión de sus doctrinas en la clase obrera francesa de comien-
zos de este siglo. Reyles recuerda el entonces temido sindi-
calismo “de acción directa” (en el que la idea soreliana de
violencia ha dejado honda huella) como una racha de agi-
tación estrepitosa e inoperante o contraproducente, “que
parecía tener su finalidad en la práctica de la violencia a
toda costa y no importa cómo”. Y agrega: “Es evidente que
la corriente soreliana ha repercutido más en Italia que en
Francia. Mussolini es un discípulo directo y personal de
Georges Sorel. La verdad es que Sorel, fundador y teórico
del sindicalismo, y Rossoni líder sindicalista, aportaron al
fascismo una aplicación sistemática de la violencia”.
En la evocación de paisajes, Reyles se muestra agudo
y con una sensibilidad decadente. Aquí, la idea de quinta-
esencia se infiltra en sus palabras y las tiñe con un matiz
muy fin de siglo. Cuando su tono es vagamente nostálgico
ya sabemos ¡por anticipado que su conversación va a des-
embocar en el recuerdo de sus paseos por Niza y Monte-
cario y en sus meditaciones de promeneur solitaire en la
Cote d’Azur. Pero, al revivir esas meditaciones toma brío
y teje un elogio exaltado a lo que él llama “espíritu depor-
tivo” y “espíritu mercantil” (otra variante de su vitalis-
mo) . No pierde oportunidad de burlarse del “odio inven-
cible de los anacoretas por la vida”. Habla con deleite de
la “gozosa civilización creada por Mónaco, hecha de juego,
placer y amor; insuperable hedonismo que sale del majes-
tuoso casino-templo de Montecarlo; todo ese conjunto di-
56
choso y espejeante que yo llamo el orden monegasco y el
cetro casinesco”.
Esboza una defensa del juego, “vicio hasta cierto punto
saludable” (son sus palabras), y lo compara con algunos
venenos “también saludables si su dosis no es excesiva,
pues ahí se puede asimismo justificar el principio de la
mesura y de la sabiduría délfica: nada de más”. Proclama
que el Casino es “segura estación de psicoterapia”. Reve-
rencia el juego como estimulante semejante a un alcohol y,
por esa pendiente, reflexionando sobre el “duende casines-
co”, el azar y el riesgo, llegó a justificar el principio de
“vivir peligrosamente”.
El tema del juego le trae a la memoria aquellas pala-
bras del Jardín d’Épicure de Anatole France: “Les joueurs
jouent comme les ivrognes boivent, comme les amants
aiment, passionnément, aveuglement, poussés par une forcé
irrésistible”. Ese tema trae anejo el del oro, con su “metafí-
sica, su moral y su idealización”, que ya ha tratado en La
Muerte del Cisne y en el mito de Mammón: “El oro es
el habitáculo misterioso de la voluntad de dominación de
los hombres y los pueblos, y representa valor humano, sus-
tancia anímica, la virtud extractada de las generaciones
que fueron, y es así como la semilla de la voluntad; el ger-
men que atesora en potencia todos los actos del pensamien-
to y todas las realizaciones del deseo”.
Y en El Embrujo de Sevilla, dice: “Saltaba a la arena
el primer toro con la muerte en los cuernos y la fortuna y
la gloria en los morrillos”.
El tema del juego lo lleva, por un sendero de asocia-
ciones imprevistas, al del “placer inseparable de la vida”,
“razón suprema de nuestro andar, ritmo inefable de la
existencia, poder irresistible, a la vez apolíneo y dionisía-
co y siempre de esencia pagana”.
67
Le preguntamos: ¿Está usted de acuerdo con estos ver-
sos de Sainte-Beuve:
Paganisme immortel, es-tu morú on le dit,
Mais Pan tout bas s’en moque et la siréne en ritf
Reyles exclama: “¡Claro que estoy de acuerdol”
De ahí la conversación se desliza al tema del amor y
de la mujer. Cuando habla de las mujeres, Reyles muestra
una sensibilidad, estilo e imágenes característicos de 1900.
Las siluetas femeniles son las de los cuadros de La Gándara,
Boldini, Helleu, Caro Delvaille. Describe los semblantes
y actitudes de mujeres que se parecen a las de los panneaux
decorativos de Jules Chéret (que dan sabor al telón del
teatro Grévin) o hacen pensar en Le gué, de Gastón La
Touche, o en la Féerie intime de Albert Besnard o aún
en Le Rocking-Chair de Edouard Vuillard; sugiere las fi-
guras de la Confidence de Aman-Jean, o los dibujos a dos
colores del ilustrador Roubille.
Con tono gitano subraya la diversidad de matices que
se descubre en las sonrisas de las mujeres que deambulan
por el Casino o que se pasean por la costa de Niza, "cubiertas
de sedas y encajes, resplandecientes de joyas, seguras de
detentar el centro del Chifori, brindando las delicias del pe-
cado, insinuantes y conscientes de ser sacerdotisas de Venus,
de sugerir su sabiduría erótica en el afrodisíaco can-can de
medía noche, bajo la luz turbia de las lámparas y de las
miradas voraces de los hombres, l'odas las mujeres que se
ven en la Cóte d’Azur son venusinas, desde las que ofrecen
caras angelicales hasta las demoníacas: desde las que se
mueven como lagartijas hasta las que se reclinan con el
más refinado nonchaloir; desde las que iluminan su sem-
blante con sonrisa de faunesa hasta las que aparecen re-
58
catadas y salidas de un convento. Queridos amigos, el mora-
lista que no se rinda ante esta evidencia de la primacía
de la vida es un puritano perverso, un hipócrita o un mal-
hechor que merece nuestro desprecio. La seducción de esías
virtuosas del placer es irresistible y no hay anacoreta ni
cenobita que, frente a ellas, pueda evitar la condenación
eterna. Todos los que contemplábamos a las venusinas de
la Cote d’Azur nos sentíamos, y a mucha honra, condena-
dos al segundo círculo del infierno de Dante. Las mujeres
que deambulan por la Riviera son deidades enviadas por
Afrodita para hacer de esta costa un sitio paradisíaco. Si-
guiendo esa misma ribera hacia el Oeste, entre Cataluña y
Perpiñán, ubicó Fierre Louys, con mucha razón, el país del
Rey Pausóle, donde el amor era la única actividad de sus
habitantes. El hombre atacado de lo que yo llamo el so-
nambulismo de la razón razonante no tiene cabida en la
Cóte d’Azur”.
El tema de las religiones (salvo el paganismo griego
del que tiene sólo una idea de sensualidad inmediata su-
perpuesta a un hedonismo sin mácula) está ausente de la
conversación de Reyles. Encuentra que el mito de Afrodita
Urania es una de las grandes concepciones de los griegos:
“una diosa del amor y de la belleza, en una proyección
cósmica, es algo maravilloso”. Considera (en eso está muy
cerca de Fierre Louys) que el cristianismo ha traído dema-
siada tristeza a la humanidad, y que la ha envuelto, con
su idea del pecado, en un manto de negrura y angustia. En
algunos de sus juicios sobre el cristianismo se podía perci-
bir holgadamente un matiz nietzschiano.
59
Reyles no tenía ninguna preocupación de carácter re-
ligioso.
Si habla de la mística (especialmente de la mística es-
pañola que es la que conoce mejor) lo hace en un plano
puramente estético y siempre la relaciona con el tránsito
de la Edad Media al Renacimiento, o la aproxima a las
novelas de caballerías, a la picaresca, al Romancero, al Poe-
ma del Cid y otros cantares de gesta, al teatro anterior a
Lope, al barroco, para señalar los rasgos cardinales de la
literatura española, sin que aparezca el más mínimo senti-
miento religioso.
Después de haber reconocido algunas virtudes de la
democracia y aceptado ciertas premisas de la justicia so-
cial, Reyles se mostró “descreído de esas panaceas que pre-
tenden redimir al hombre nivelando por abajo y menos-
cabando la individualidad mediante un igualitarismo con-
trario al orden natural y al orden social bien entendido".
Hasta que un buen día expuso sin ambages sus ideas, cuan-
do la discusión subió de punto. Basándose en principios de
biología, hizo el elogio de la agresividad y del interés, del
egoísmo vinculado a la apetencia de dirección, como “le-
gítimos estimulantes de la acción y condiciones para alcan-
zar el triunfo”. Considera la “voluntad de poder como
fuente saludable de energía” y afinna que el “espíritu de-
portivo y mercantil son capaces de hacer frente a las nece-
sidades históricas del momento, dentro de la ordenación
de la Sociedad de las Naciones o por encima de ella”.
Hizo el elogio de la lucha (la lucha en sí) con plantea-
mientos abstractos y reminiscencias de Heráclito (sin la
60
concepción dialéctica del filósofo de Efeso) , en términos
tales que de ellos se podía deducir rápidamente la justifi-
cación de la ley del más fuerte en el plano histórico, es de-
cir, la apología del imperialismo. Ahí sus ideas perdieron
su propio rumbo y desvirtuaron un principio dialéctico
que le había servido de punto de partida, para terminar
en un fijismo sin salida: la lucha en sí, la violencia en sí,
la fuerza en sí.
Dice Reyles: “El hombre ha dejado de ser la medida
de todas las cosas”. Y agrega: “En el fondo de la conducta
humana está la pugna entre Apolo y Dionisos. En la corri-
da de toros también está patente esa lucha sin fin. El ori-
gen de la Tragedia ayuda a entender las perspectivas del
destino del hombre”. Llama a su autor “el formidable Niet-
tsche”. En ese momento coincide con el punto de vista
nietzschiano: está contra la idea moderna de igualdad que
le parece un “falso valor” y prefiere una política aristociá-
tica si se apoya en valores de energética.
Cita a Spengler, expone las ideas de la Decadencia de
Occidente y asevera que en los acontecimientos contempo-
ráneos se puede notar una confirmación del concepto de
untergang y de los estadios y ciclos según el criterio spen-
gleriano cuando se considera el “peligroso avance de las
masas populares y trabajadoras”. Subraya, con indisimula-
da admiración, ciertas expresiones de lo demoníaco que
él cree descubrir en una contradictoria ideología de la
fuerza o en una “metafísica del oro”, en la que cabe per-
cibir un acento de jactancia y acaso de despecho. Esa ideo-
logía y esa metafísica se enredan con elementos caducos
procedentes de algunos torbellinos de utopías que circula-
ron por los pasillos y entretelones de 1900.
De pronto, deja ver su desdén por V Avenir de la Scien-
ce de Renán y por la concepción de progreso de Berthelot
61
(en realidad, Reyles no comprendió la actitud científica
de Berthelot ni advirtió que el creador de la termoquímica
fue el último sabio que realizó la proeza de abarcar todo
el saber de su tiempo) . No se ve bien si Reyles está con
Renán, que preconiza la conjunción, en una armonía su-
perior, de la ciencia, la poesía y la moral, o si está con
Brunnetiére que anunció la quiebra de la ciencia. Hace
objeciones al pragmatismo de James al que llama “una fi-
losofía para uso de los fabricantes de productos porcinos
de Chicago”. Lo que dice de la Action Frangaise es confu-
so: simpatiza con las teorías del “nacionalismo integral”
pero no se pronuncia acerca del principio de monarquía
hereditaria, tradicional, antiparlamentaria y descentraliza-
da que es el objeto primordial de esa organización ultra-
rreaccionaria. Se deja seducir por la prédica de Charles
Maurras, trata de justificar su “chauvinismo” extremo y
hasta parece inclinado a compartir su actitud de “reivindi-
car con razones laicas la primacía de la Iglesia Católica
como instrumento eficaz para impedir el acceso de las ma-
sas trabajadoras al poder político y económico”. Pero en
cambio, ataca a León Daudet y dice que éste, con su libro
“El estúpido siglo XIX”, no hizo más que una “elucubra-
ción estúpida, deleznable e irritante”. Cree que sería más
lógico, en lugar de la restauración monárquica, “un gran
estadista, civil o militar, poco importa, pero que no fuera
un nuevo Boulanger”. Reyles admira el nacionalismo que
se refleja en la literatura, en Maurice Barrés o en René
Bazin, más que en la doctrina ortodoxa de la Action Fran-
gaise, formulada por Charles Maurras.
El juicio que hace sobre Mussolini es tan breve como
incompleto y superficial. Señala en el Duce “decisión, ener-
gía, voluntad y carácter”. Pero se abstiene de estudiar el
estado de Italia al salir de la primera guerra mundial y los
62
móviles de la marcha de los Camisas Negras sobre Roma
en octubre de 1922. No dice ni una palabra sobre la repre-
sión instaurada por la dictadura fascista ni sobre el Sena-
do Corporativo ni sobre el cesarismo mussoliniano, ni so-
bre los confinados políticos en las islas Lípari. Le habla-
mos del asesinato de Matteoti y de la restauración de la
pena infamante, y él se limita a decir débilmente que esos
hechos “ciertamente hay que lamentarlos, pero no son im-
putables a ese régimen”. Parece admirar la marcha de D'An-
nunzio sobre Fiume en setiembre de 1919, pues señala la
“arrogancia” del autor de El Fuego, montado en su brioso
corcel como un guerrero medieval al frente de sus huestes
empenachadas. Reyles estima que el fascismo es, sobre to-
do, un hecho espectacular, y como tal lo repudia con cri-
terio estético, no ideológico. La verdad es que Reyles no
se detiene a considerar la estructura del Estado fascista.
En cuanto a Primo de Rivera, si bien no lo defiende,
tampoco lo censura: se advierte que el dictador español
no le es antipático. Ahí, Reyles se acuerda de la “gentile-
za” del Presidente del Directorio Militar cuando lo cono-
ció en Andalucía en momentos en que, con motivo de la
publicación de El Embrujo, el novelista recibió el título de
“hijo adoptivo e ilustre de Sevilla”. Reyles se acuerda com-
placido de las frases amables que le dirigió el dictador. Ni
una palabra de censura para el destierro de Unamuno y
el cierre del Ateneo y universidades. Tampoco le es anti-
pático el Rey Alfonso XIII. Ni una palabra de crítica al
hablar del último Borbón. Hasta cuando se refiere a la
guerra de Mairuecos se muestra indulgente para con el
monarca y trata de cohonestar la gestión del trono en esa
desastrosa guerra colonial. Sobre el panfleto de Blasco Ibá-
ñez, del que aquí se conocía solamente la versión francesa
(Alphonse XIII démesqué) no hace ningún juicio. Se limi-
63
ta a decir que el apasionamiento polémico ha sido violento
y que es muy difícil y prematuro establecer responsabili-
dades en lo que se refiere a las causas y desarrollo de la
guerra del Rif.
Reyles intenta una justificación de la dictadura de Pri-
mo de Rivera basándose en las ideas de “nacionalismo in-
tegral” de Charles Mauiras y de la Aciion Frangaise. En el
terreno de la discusión teórica, los que estábamos presen-
tes en ese momento atacamos a Charles Maurras por to-
dos lados. Reyles se batió en retirada ensayando, como
último argumento, el manido esquema de la tradición co-
mo salvaguardia de una cultura o una expresión nacional.
Por ahí también le discutimos. No se puede hablar de tradi-
ción en forma tan abstracta y con tanta vaguedad: Reyles
no distingue la diferencia entre la tradición obliterante que
es la rutina, y la tradición creadora que avanza por el ca-
mino de la historia.
Reyles habla de la “potencialidad de la era industrial”
y de los problemas político-sociales relacionados con ella
y dice: “el buen burgués, por sus fallas irreparables, está
condenado a morir sin honor y sin gloria: no supo con-
vertir la riqueza en libertad y justicia. La revolución que
estamos viviendo y que abarca un radio difícil de medir,
arrastra inexorablemente a la sociedad burguesa al abismo”.
Después de pronunciar estas palabras categóricas, que
podría suscribir un marxista ortodoxo, le preguntamos qué
caracteres reviste la revolución a que acaba de referirse. Y
aquí aparece Reyles en el mundo de la ficción. La idea de
revolución, en Reyles, además de ser mítica, prescinde de
64
los datos de la historia, de la economía, de la sociología y
de la política. La revolución, tal como él la supone, es
muy obscura en cuanto a sus caracteres, y elemental en
cuanto a su proceso y eventual desenlace. De la exposición
de Reyles no se puede deducir si el derrumbe de la bur-
guesía de que habla ocurrirá como consecuencia de la to-
ma del poder por el proletariado o por operación mágica
y providencial para dejar sitio a una forma esquemática de
la tecnocracia “en la que los intelectuales tendrían la pa-
labra”. Reyles piensa, según se desprende de su larga ex-
posición, en una especie de torbellino apocalíptico que
privará al mundo de la ordenación apolínea, después de
lo cual vendrán, como por arte de encantamiento, la cor-
dura y la fuerza encauzada “para poner las cosas en su
sitio”.
Cuando le pedímos que explique cómo será desplazada
la burguesía, responde: “el imperio de la burguesía es la
esclavitud política y económica de los pueblos débiles, el
capital opresor, la holganza desvei^onzada de unos y el
trabajo forzado de otrc» que son los más, la iniquidad, la
mentira y el privilegio. El derrocamiento de esta clase so-
cial lo harán hombres que pertenezcan a la misma y que
reflejen su cultura y su capacidad técnica. La revolución
será obra de lo que yo llamo la voluntad de conciencia,
unida al ímpetu bélico, a la voluntad de posesión y de
creación”. Y agregó: “Nietzsche, como me lo han oído de-
cir más de una vez, no vio ni vislumbró siquiera que la
voluntad de dominación (cimiento de su filosofía) engen-
dra la voluntad de conciencia”. Y luego de una pausa, dice:
“volviendo al tema de la revolución, debo añadir que no
65
creo que la gran insurrección que arrasará al régimen bur-
gués se realice tal como la hicieron los bolcheviques en
Rusia. Es un poco difícil y bastante arriesgado hacer pro-
fecías desde aquí acerca de la posible duración histórica
del Soviet. Creo, en principio, que la colectivización de la
propiedad es una utopía perniciosa, y ahí incluyo al mar-
xismo, a la Comuna de París, a los jacobinos de Babeuf, al
comunismo, al socialismo y a otras fantasmagorías sociales.
Lo que sabemos claramente es que Lenin hizo la revolu-
ción rusa con El Capital de Marx en la mano. Pero en
cuanto a la NEP, es decir la nueva pedí tica económica
del mismo Lenin, al concepto de dictadura del proletaria-
do y al plan quinquenal de Stalin, las noticias que nos
llegan no aclaran nada. La Rusia comunista sigue siendo
una gran nebulosa. Yo, como individualista irreductible,
rechazo de modo rotundo la socialización que predican los
dirigentes soviéticos”.
Cuando habla de ese tema, cita con frecuencia a Ber-
diaeff, las memorias de los rusos blancos emigrados en
París y los folletos de propaganda del grupo «te Kerensky.
“Yo tendría confianza, dice Reyles, en una organiza-
ción mundial dirigida por un Clemenceau o un Lloyd
George, o un Poincaré, y (subrayó con ironía) acaso un
Talleyrand o un Teodoro Roosevelt, que es más expediti-
vo que el presidente Wilson, aunque ni Roosevelt ni Wíl-
son saben lo que es Europa”.
Alguien le preguntó a Reyles qué pensaba del nazis-
mo germano y de su líder Adolfo Hitler, que ya aspiraba a
tomar el poder en Alemania. Reyles contestó: “Hidw ca-
rece de originalidad. Es un imitador servil de Mussolini:
desde el saludo con el brazo estirado hasta te aparatosidad
y teatralidad de emblemas y ademanes, todo es un plagio
del modelo italiano. Pero Hitler pone en todo- elk) una
66
pesadez teutona que lo hace insoportable".
ReyJes que es germanóíobo siente antipatía por Hi-
tler y el nazismo nada más que porque éstos son alemanes.
No hace ningún juicio sobre lo que hitlerismo representa
desde el punto de vista político, social y económico, ni alu-
de a las expediciones punitivas ni a las persecuciones ra-
ciales ni a las hogueras de quemazón de libros que, desde
aquellos tiempos, eran capítulos importantes en las prácti-
cas del nazismo.
Se pueden registrar ciertos cambios en la ideología de
Reyles. Algunas veces mostró inclinación y respeto por la
democracia. Otras, su posición fue claramente antidemo-
crática. Cuando piensa como un oligarca, su viejo feuda-
lismo criollo, afianzado por su acción en la Federación Ru-
ral, se debilita sin desaparecer del todo, para aceptar la
civilización industrial, el "espíritu ma*cantil" (que él lo
superpone al “espíritu deportivo") : Reyles se presenta asi
con la mentalidad del panegirista de la empresa privada
que, en nombre de la gran producción, aspira a instaurar
un orden basado en el capital monopolista, bajo la supre-
ma potestad de Mammón. Y cuando, con esa ideologíá,
habla de mgoramiento social y económico, me hace pensar
en aquello que dice Paul de Saint-Victor refiriéndose al
padre de Mirabeau: il préchait le progrés du haut d'un
donjon.
Me ha parecido inexplicable que Reyles, con todo lo
que había viajado, jamás se supiera orientar en las ciuda-
des, ni siquiera en aquellas en que más tiempo vivió. Ni
en Montevideo, ni en Buenos Aires, ni en las urbes espa-
ñolas, ni en París.
Si se aventuraba a andar solo por la calle, en seguida
67
se perdía y se veía en la necesidad de tomar un taxi. No
reconocía los barrios, ni recordaba la disposición de las
calles, ni retenía las coordenadas establecidas por las gran-
des avenidas, ni identificaba los puntos de referencia que
significaban los grandes parques o los monumentos.
De Montevideo conocía solamente la plaza Constitu-
ción, la calle Sarandí hasta la plaza Independencia y las
primeras cuadras de 18 de Julio. Lo demás era una nebu-
losa de barrios alcanzable en auto y con chófer.
Su conocimiento de Buenos Aires se reducía a la calle
Florida delante del “Jockey Club”, y a la avenida Alvear
frente a Palermo. Su radio en Madrid era la calle de Al-
calá, la Puerta del Sol y el Paseo de la Castellana.
En París, su horizonte consistía en los Campos Elíseos,
la plaza de la Concordia y los Grandes Bulevares, sin ale-
jarse de la ópera. Las otras calles parisienses, desde Mont-
martre hasta el Quartier Latin y hasta Montparnasse eran
un dédalo que él cruzaba desde el fondo mullido de su
limousine, carente de brújula y de sentido topográfico.
,He supuesto que esta incapacidad de orientación po-
dría explicarse por esta causa: Reyles, durante toda su vi-
da, se acostumbró a salir en su coche y confió al chófer el
cuidado del rumbo. Él viajaba distraído o conversando con
algún amigo que le servía de guía y de auditor, y jamás fijó
su atención en los puntos cardinales de la ciudad: sólo re-
paró en la calle como espectáculo.
Una mañana brumosa, Reyles se puso a ordenar, con
cierta lentitud, su biblioteca. Después de alinear algunos
libros en el estante superior, detuvo su mirada en E^a de
Queiroz, Jean Lorrain, Huysmans, Maupassant, Daudet.
68
Luego de algunas vacilaciones, cambió de sitio una colec-
ción de la Nouvelle Revue Fran^aisc, para tenerla más cer-
ca de su mesa de trabajo. “Esta revista —dice— es el faro
y el meridiano de la literatura de nuestro tiempo”. Con
una sonrisa amable consideró la primera página del Ulises
de Joyce, traducido por Larbaud. Revisó con prolijidad,
en otro estante, los últimos números de la Revista de Occi-
dente y de la Revue des Deux Mondes. Después, guiado
por no sé qué criterio de clasificación, agrupó, en un án-
gulo, a Gorid, Martin Fierro, Juan Valera y Proust. “Tengo
que releer los últimos tomos del Tiempo Perdido que son
de una densidad y profundidad inalcanzables”, dijo con
tono seguro. La Bien Plantada de Eugenio d’Ors quedó en
compañía de Wilde, del Aretino y del Vicario de Wake-
field de Goldsmith. Las Sonatas de Valle Inclán se encla-
van entre Goldoni y Paul Hervieu, no lejos de los cuentos
de Perrault y de los poemas de Poe traducidos por Ma-
llarmé. Sacó de un estante Mensonges de Paul Bourget, e
hizo en el margen de una de sus páginas una raya con lá-
piz, mientras decía, como hablando consigo mismo: “este
pasaje es notable” (se refería a la visita de Suzanne al Lou-
vre, acompañada por su amante joven) . Cuidadosamente,
entre cuadernos de notas, acercó las poesías de Anna de
Noailles a las novelas de Colette y al teatro de Leandro
Fernández de Moratín. Hojeó con atención y visible delei-
te Les Contes de Jacques Tournehroche de Anatole France
y Le Livre des Masques de Remy de Gourmont. Tomó de
la mesa un diminuto volumen de las poesías de Leopardi,
primorosamente encuadernado y, provisto de una lupa, le-
yó algunas estrofas en alta voz, con un discreto énfasis va-
gamente romántico. Con tono muy diferente, leyó con voz
opaca, algunos poemas de Prosas Profanas, interrumpién-
dose para exclamar: “Esto es lo más hermoso que ha dado
69
la poesía de América!” Finalmente, puso los Sueños de
Quevedo junto al Sueño y su interpretación psicoanalitica
de Freud (en la traducción francesa de Les Documenis
Bleus).
Después de hacer este ordenamiento aparentemente an-
tojadizo, apartó una novela de la Pardo Bazán, “para leer-
la esa noche”.
Frente a los estantes de su biblioteca, Reyles recordó
esta anécdota y estas palabras de Clemenceau; “Se cuenta
—dijo— que cuando el gran político estuvo internado en
un sanatorio quirúrgico, una monja asombrada de la can-
tidad de volúmenes que leía el estadista, preguntó a éste
si tantos libros le habían dado la felicidad. A lo que Cle-
menceau respondió: Non, ma soeur, mais ils m’ont permis
de m’en óasser”. Y Reyles añadió sentencioso: “Gran de-
cir”. ‘
Oyéndolo conversar se llega claramente a esta conclu-
sión: Reyles narra mejor cuando habla que cuando escri-
be; un relato, si lo hace oralmente, es más vivo, más ágil
de estilo, más agudo en el detalle revelador de una situa-
ción o de la conciencia de un hombre, que cuando lo hace
con la pluma. Es en la conversación donde Reyles sabe
dar a sus narraciones más fuerza, más pujanza, más calor
en la presentación de los personajes, más brío en sus diá-
logos, más proyección en la figura humana. Aun el arte
de la composición revela más sabiduría en el relato habla-
do. Parecería que a Reyles, la sustancia narrativa se le
enfriara y se le diluyera cuando la pule y la decanta al
pasarla por su pluma.
Esta distancia entre la conversación y los libros de Rey-
les me ha hecho pensar en lo que dicen los lingüistas acer-
ca de la diferencia entre la lengua hablada y la lengua es-
70
crita, como medios de expresión disímiles y como hechos
psicológicos y sociales cuyo alcance, dimensión y matices
no son los mismos.
71
COLOFON
Este tercer volumen de la colección “Ensayo y
Testimonio” de la editorial ARCA se terminó de
imprimir en forma cooperativa en Comunidad del
Sur, Canelones H84, el mes de marzo de 196G.
1. — Mario Arregui: Líber Falco
2. — Ezequiel Martínez Esitiada: El her-
mano Quiroca
Este libro, que constituye uno de los más jugosos v
precisos documentos que poseemos sobre Carlos Reyles, es
también, de manera indirecta y sobria, uno de los más exac-
tos testimonios tjue nos quedan sobre la personalidad de
su autor. Frente a un Reyles enérgico, seguro, ágil, comba-
tivo, al que oímos hablar mientras anda nervioso por una
habitación un poco tantasmal, está, como en sordina, la
presencia de Gervasio (iuillot Muñoz. No se describe, no
subraya su propia presencia por ningún gesto ostensible,
pero aun su silencio se define de modo contrastante, conio
la sombra del fotógrafo tpie cae en medio de las figurasll'
que quiere fijar.
No es sólo un retrato de Reyles lo que aquí se ofrece,
es también un juicio, un juicio hecho con admiración y
con humana simpatía, pero con la severitlad, con la luci
dez intelectual y la devoción por la razón de alguien ei
quien se advierte una formación cultural tjue viene en I;
línea de Descartes y de los Enciclopedistas.